sábado, 13 de abril de 2013

RECUERDOS Y PENSAMIENTOS


LA CÁTEDRA DE LA VIDA

Recuerdos y pensamientos

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

 

INTRODUCCIÓN

 

  En el año 2008 puse por escrito algunos de mis recuerdos, pensamientos y experiencia personal relacionada con mi vocación intelectual en Retazos de la vida. La experiencia de esta pequeña aventura retrospectiva sobre mi pasado, rebasados los setenta años de edad, me indujo a revisar y completar aquella semblanza intelectual con siete capítulos más en un intento por desvelar también los rasgos de mi personalidad humana y cristiana. Surgió así  La cuesta de la vida. Pero la vida continuó siendo generosa conmigo y en el año 2010 sentí la necesidad de mejorar notablemente este trabajo, que fue escrito de forma precipitada, convencido de que mi tiempo vital estaba tocando a su fin y las posibilidades editoriales del mismo eran cada vez más escasas a causa de la crisis económica que estábamos padeciendo. Por otra parte las noticias que recibía de su lectura eran muy positivas. Por esta razón, aparte las mejoras introducidas de estilo literario y contenido, me pareció oportuno añadir seis capítulos nuevos en La cátedra de la vida. Se trata pues de una obra nueva y no de una mera reedición de la anterior corregida, publicada por la Editorial Monte Carmelo con una extensión rondando las mil páginas en formato grande y letra pequeña.

       Esta antología de recuerdos y pensamientos es una confesión de acción de gracias a Dios, a la vida, a mis padres, familiares y amigos, así como a todas aquellas personas que, directa o indirectamente, hicieron posible que la cuesta escarpada de mi vida alcanzara y superara los setenta años de edad que nunca había soñado vivir. La redacción de esta obra ha sido para mí una experiencia interesante al tratar de evocar un pasado en parte olvidado y en parte conservado sólo a retazos en la memoria sensible. La memoria humana personal es una facultad muy frágil y hay que manejarla con mucha maestría cuando se la utiliza para reconstruir nuestro pasado personal o social. Por lo que a mí se refiere, nunca disfruté de una memoria sensible brillante pero tengo la impresión de que la memoria intelectual ha sido generosa conmigo.

       El  lector se percatará pronto de que lo que en esta obra autobiográfica se dice es el resultado de un diálogo personal permanente con la realidad en la búsqueda del sentido último de la vida sin prejuicios ni lealtades ciegas a nada que no sea la realidad misma en su dinamismo diario. Y además con total independencia de juicio evitando tanto el pesimismo y la desilusión como el optimismo ingenuo frente a la realidad. El resultado final de esta confrontación  ha sido positivo y por ello los aspectos más negativos de mi proyecto vital unas veces han quedado relegados a un segundo plano o simplemente condenados  al olvido terapéutico de mi memoria histórica personal. El capítulo séptimo puede resultar sorprendente el hecho de que sus protagonistas principales son mujeres cuyas frases son agua cristalina que brota de forma natural del corazón de cada una de ellas. No encuentro palabras para agradecer tanto afecto inmerecido. En el presente blog presento sólo los dos primeros capítulos de los quince, algunos de ellos extensos, que tiene la obra. 

 

CAPITULO I


 

LA MADRE  NATURALEZA Y EL SENTIDO DE LA VIDA

(1937/1956)

 

       El lugar donde nacemos y la familia en la que crecemos son dos factores muy importantes que contribuyen poderosamente al forjamiento exitoso o fracasado de nuestra futura personalidad. Para bien o para mal, la infancia nos persigue siempre y al final de mis días tengo la sensación de que, por ambas partes, soy un hombre afortunado.

 

       1. Venta del Obispo y Hoyocasero

 

          Yo nací en Venta del Obispo, en la jurisdicción municipal de San Martín del Pimpollar, provincia de Ávila (España) el 1 de octubre de 1937. Es un lugar geográfico de gran belleza natural ubicado entre el puerto de Menga y el puerto del Pico en la sierra de Gredos. La Venta del Obispo es un caserío denominado así porque, según yo había oído decir, un Obispo de Ávila viajaba en visita pastoral hacia el sur de la diócesis y sufrió serias dificultades a causa de la nieve por lo que ordenó construir en aquel lugar una Venta que sirviera de posada y refugio adecuado en sustitución de las “viejas majadas” antes existentes en el lugar. De ahí su denominación de “Venta del Obispo”, que terminó convirtiéndose en un lugar estratégico de encuentro entre los dos puertos de carretera antes indicados, la laguna y los picos de Gredos.

          Con el tiempo la calzada romana fue sustituida por la carretera Ávila- Arenas de San Pedro y El Barco de Ávila, con lo cual fue necesario construir las denominadas “casetas de camineros”. Eran casas de piedra espaciosas y muy bien construidas, asignadas a los “peones camineros” o personal de mantenimiento, los cuales reparaban las carreteras de tierra que eran constantemente erosionadas por la nieve, las lluvias, el tránsito de los carros de vacas y de los primeros automóviles que iban goteando cada vez con más frecuencia. Más en concreto cabe hacer las siguientes matizaciones históricas sobre el origen de la emblemática Venta.

          Según datos escritos, la casa original denominada Venta del Obispo fue construida en el siglo XIV y restaurada en 1803 por el Obispo de Ávila D. Manuel Gómez de Salazar, para el amparo de los caminantes y cobijo de los pastores que transitaban entre Ávila y Talavera de la Reina. La antigua casa restaurada de Venta del Obispo hace pensar en el rumor de las diligencias de correos que en ella se detenían, el clamor de los cencerros de las vacas trashumantes, los validos de las ovejas que repostaban camino de Extremadura y las voces de los arrieros que subían de los pueblos del Barranco con sus mercancías de frutas cabalgando sobre las mulas. Esto suponía subir y bajar dos importantes puertos de montaña, el del Pico y el de Menga, para adentrarse en los llanos de Salobral y de la Moraña.

          Según Tomás Sobrino Chomón (Episcopado abulense siglo XIX, datos sobre el obispo de Ávila D. Manuel Gómez de Salazar (1.802 – 1.815), el Obispo abulense D. Manuel alude en su testamento a la Venta del Obispo en estos términos: “Es notorio que a mi arribo a esta ciudad mandé construir en un sitio llamado las Majadas Viejas una venta que se titula de el Obispo para amparo de viajeros en los meses de invierno, a poca distancia de el puerto de el Pico, cuyo edificio ha sido de mucho amparo a viajeros de todas provincias, y recomiendo su conservación a la Colectoría General de Expolios y Vacantes y a mis sucesores. Y en el caso de que no se advierta medio de conservarse la referida casa, construida de mi propio haber, quiero y es mi voluntad se venda al mejor postor, siempre que ocurra esta proposición”. Según puede leerse en un artículo publicado en la desaparecida revista El pregón de Gredos, firmado por Javier Apausa, Alejandro Carbonell y Jesús González Tejado, la Venta fue comprada al propio Gobierno por D. Lorenzo Fernández y las cosas ocurrieron más o menos como sigue.

          Con la desamortización de Mendizábal el Obispado de Ávila perdió la Venta del Obispo y el Gobierno la sacó a subasta en Piedrahita siéndole adjudicada la propiedad de toda la finca a D. Lorenzo Fernández, cuyos hijos D. Gaspar, D. Gerardo y D. Mariano Fernández se la repartieron después como herencia paterna quedando D. Gaspar como propietario de la parte donde estaba ubicada la vieja casa fundada por el Obispo D. Manuel Gómez de Salazar. A raíz de la división hereditaria D. Mariano y Dña. Sofía, D. Gerardo y Dña. María construyeron sus propias casas y dependencias agrícolas respectivas. Posteriormente fueron construidas otras dos casas más donde vivieron Dña. Lucía y su familia, por una parte, y Dña. Sabina y Dña. Pepa por otra. La vieja casa original denominada “La Venta del Obispo” la heredó de D. Lorenzo Fernández, como queda dicho, su hijo D. Gaspar con su esposa Dña. Natalia. De D. Gaspar, a su vez, la heredó su hijo D. Enrique, el cual llegó a un acuerdo con su hermana Dña. Daría Fernández para que ésta y su marido D. Martín del Río quedaran como propietarios de dicha Venta.

          En 1937, cuando yo nací, la Venta estaba regentada por D. Enrique Fernández y los niños de las familias allí ubicadas, entre ellos mi hermano Pelegrín, estaban escolarizados en Navalsauz, dos kilómetros al norte, a donde accedían a pié por la carretera polvorienta o embarrada, según el estado del tiempo, a la vera del río Alberche. En el año 2010 mi hermano Pelegrín y la prima Julia Fernández (fallecida en junio del 2010) recordaban todavía con nostalgia y emoción aquellos años de su niñez en Venta del Obispo con sus idas y venidas a la escuela primaria de Navalsauz.

          Una observación importante a tener en cuenta es que en torno  a la Venta del Obispo (casa de refugio fundada por el Obispo de Ávila D. Manuel Gómez de Salazar) surgió durante el siglo XX un pequeño caserío donde vivían varias familias, con Capilla y fiestas propias. De ahí que para los vecinos del emplazamiento La Venta vino a significar algo más que una casa tradicional de refugio, de comidas o de alto en el camino de viajantes o trashumantes de ganado. La Venta del Obispo terminó convirtiéndose de hecho en un caserío anejo civilmente a San Martín del Pimpollar y canónicamente a Cepeda de la Mora. En la primera década del siglo XXI, sin embargo, lo único que quedaba de la Venta es la vieja casa original restaurada y convertida en restaurante de carretera. Tres de las otras casas sólo eran abiertas en verano y la que construyera D. Mariano Fernández, mi abuelo materno y la caseta de camineros, donde yo nací, se encontraban abandonadas y en ruinas. Tampoco carece de interés histórico la tradición oral según la cual en el enclave de La Venta hubo un Lazareto y un convento de frailes. El lugar donde estuvo situado el convento es todavía reconocible al otro lado del río y todo hace pensar que las piedras de aquel convento abandonado sirvieron después para las construcciones posteriores en el recinto de la Venta y su entorno.

          Pues bien, en la casa de camineros construida en Venta del Obispo nací yo, como consta en el certificado de nacimiento, el uno de octubre de 1937 cuando mi padre trabajaba como operario de obras públicas en plena guerra civil española. La circunstancia de la guerra fue nefasta también para mí porque, al nacer y durante los primeros años de mi vida, impidió que mi madre y yo recibiéramos los auxilios médicos indispensables para sobrevivir con buena salud. De hecho, mi padre y el resto de mis hermanos, nacidos antes y después de la guerra, disfrutaron de buena salud mientras que mi madre y yo pudimos sobrevivir gracias a la paz posterior y a los adelantos médicos de los que pudimos disfrutar. Como digo, nací en Venta del Obispo, pero fui bautizado en Navalsauz, pueblecito situado a dos kilómetros hacia el norte, donde los niños de La Venta eran bautizados y después iban a la escuela.

          De este pueblecito era la esposa del poeta Rubén Darío. Mi padre solía contar la anécdota siguiente. El día en que me bautizó el párroco de Cepeda de la Mora, del que dependía eclesiásticamente Navalsauz, se celebró el banquete de rigor en casa de unos amigos los cuales pusieron sobre la mesa un mantel de alta calidad. Al verlo y admirarlo el párroco destacó el valor del mismo y les hizo algunas reflexiones sobre lo fácil que sería mancharlo y lo difícil que sería después hacer desaparecer la mancha sin dañar de forma irreparable la calidad de la pieza. Terminada la guerra civil mis padres optaron por volver a Hoyocasero dejando atrás una etapa de su vida para iniciar otra nueva marcada por la vida agrícola y ganadera. Mis abuelos murieron relativamente jóvenes al terminar la guerra civil española y las dos abuelas disponían de tierras de pastos y labranza que prometían mucho por aquellos años duros de la posguerra.

          Hoyocasero formó parte antiguamente del concejo del Burgo, siendo una pedanía del mismo. Documentalmente es sabido que este pueblo fue formado tras la Reconquista, impulsado por los clérigos de la abadía del Burgo Hondo. La ubicación geográfica del pueblo se debió muy probablemente a sus condiciones idóneas por la proximidad de pastos y tierras de labor junto a fuentes, leña y resguardo de las inclemencias del tiempo. De ahí que recibiera el nombre de HOYO donde se hacían quesos. De ahí también los nombres originales de Oyoquesereo y Oyoquesero, que por evolución y corrección ortográfica pasó de estas denominaciones a Hoyoquesero y en fecha incierta, alrededor del año 1836, a Hoyocasero. La Ermita de "El Cristo" es  el principal centro de devoción de los vecinos de Hoyocasero. La romería anual se celebra año tras año el lunes inmediato al Domingo de Pentecostés. Por otra parte, en la Iglesia parroquial bajo la advocación de S. Juan bautista, existe la Capilla de la Virgen de las Angustias, que constituye otro monumento excepcional de piedad mariana. Según una tradición oral transmitida por los ancianos del lugar esta ermita fue en su día la Iglesia de una pequeña comunidad que terminó desapareciendo.

          La prestigiosa enciclopedia Wikipedia ofrece algunos datos que me parece oportuno recordar aquí. Hoyocasero es una población de la provincia de Ávila situada en el valle del alto Alberche, en la falda de su sierra homónima. Tiene su origen en la cultura celta de los Vettones como se constata por los enterramientos en el entorno de la ermita del Cristo. La primera referencia histórica a Hoyocasero es la de una escaramuza de guerra en 1090, enmarcada dentro de la lucha entre el rey moro de Badajoz, Mutawakkil y Alfonso VI, por el control de Toledo tras la muerte de Al-Mamun en 1076. Durante la edad media y hasta 1795 dependió con el resto de aldeas o collaciones del valle del Alberche de la Abadía del Burgohondo, que controlaba el valle desde la ermita de San Pedro en Navarrevisca. Dicha abadía fue disuelta por su extrema relajación e indisciplina en el siglo XVIII por el rey a petición del cabildo catedralicio de Ávila.

          En el siglo XVI una parte del término municipal, propiedad de los Velada, era aprovechado por los vecinos del lugar, sin que los titulares la prestasen atención, ya que seguramente les había sido entregada a sus antepasados como tributo de bizarría. Tras una serie de pleitos entre los vecinos de Hoyocasero, que habían ocupado la tierra, y los dueños, fue concertado el Censo Enfiteútico entre ambas partes, por escritura fechada en 6 de enero de 1567 y que establecía una especie de alquiler sin fecha de finalización entre el representante de Mosén Rubí de Bracamonte y el pueblo de Hoyocasero, acuerdo que estuvo en vigor hasta entrado el siglo XX.

          En la primera década del siglo XXI el pueblo es conocido por su pinar de pino silvestre, el más meridional de esta variedad en la Península Ibérica y que es un sorprendente "islote de vida" que alberga en su reducido espacio a más de cuatrocientas especies vegetales superiores, que crecen en sus tres estratos de arbóreo, arbustivo y herbáceo. Conserva en su estrato herbáceo especies verdaderamente sorprendentes, lo que le hace ser único en todo el Sistema Central, tanto por su riqueza de especies endémicas como por guardar otras de carácter eurosiberiano, que constituyen verdaderas reliquias a esta latitud. De él se dice que se han sacado pinos para los mástiles de importantes navíos históricos, si bien esto no está constatado. Don Fernando Sanz Frutos, Secretario de Administración Local con ejercicio en el Ayuntamiento de Hoyocasero, escribió una Memoria histórica del escudo y bandera de Hoyocasero en 1986. Se trata de un documento en toda regla sobre los orígenes e historia de Hoyocasero. En el año 1999 el Ayuntamiento de Hoyocasero lo publicó en ciclostil y en el 2005 la C.T.R Fábrica Cabrera hizo la trascripción electrónica de dicho documento el cual  está disponible íntegramente en Internet.

          Asentados ya mis padres en Hoyocasero, mi vida corrió serio peligro. Todavía me queda un leve recuerdo de aquel trance. Algo extraño apareció en la parte superior de una pierna que aconsejó una intervención quirúrgica. Sólo queda en mi memoria una imagen vaga de aquel incidente preocupante para mis padres que tomaron las oportunas decisiones de urgencia. Supongo que me llevaron a Ávila y no recuerdo en absoluto de haber sufrido dolores. En el año 2010 pude constatar que la casa antigua donde tuvo lugar este incidente había desaparecido para construir otra nueva en el mismo solar. A pesar de todo conservo aún la imagen de la vieja casa por fuera. Durante muchos años recordábamos aquella casa como “la casa de la tía Zoila”. Esta señora era la propietaria de la casa y solía estar sentada mucho tiempo a la puerta dada su dificultad para caminar. Esa imagen de la señora Zoila sentada a la puerta se me quedó muy grabada pero nunca se me ocurrió pedirle que me enseñara la casa por dentro cuando pasaba yo por su puerta y la saludaba.   

          Por aquella época los niños comenzaban a ir a la escuela a los cinco años y para mí la escolarización significó un antes y un después de mi infancia. Eran los tiempos duros de la posguerra civil y de la segunda guerra mundial y D. Antonio Sainz Pardo, que así se llamaba el maestro de la escuela, no tenía fama de hombre amable con los niños. Tenía muchos hijos y poco que darles de comer. No en vano decían en otros tiempos: “tiene más hambre que un maestro de escuela”. Con el paso del tiempo se comprende que el hambre y los resabios de la guerra, sólo oficialmente terminada, contribuyeran a que el maestro expresara su amargura desahogándose en la escuela bajo la excusa de que “la letra con sangre entra”. Traigo a colación esto para comprender la anécdota siguiente relacionada directamente conmigo.

          En casa se hablaba de la conveniencia de “ponerme a la escuela”, como se decía, una vez cumplidos los cinco años de edad. Pero yo había oído hablar a mis hermanos de cómo el maestro trataba a los alumnos, lo cual me hacía pensar mucho y temer lo peor. Por una parte no me apetecía en absoluto ir a la escuela en esas condiciones y, por otra, no había otra alternativa que ir. No recuerdo si el primer día me acompañó mi padre o uno de mis hermanos. Lo que sí recuerdo perfectamente es que cuando me encontré dentro del local frente al maestro y me vino a la memoria cuanto había oído decir sobre el trato violento que dispensaba a los alumnos, pensé que lo más práctico era ponerme desde el principio de su parte como colaborador en caso de que me necesitara. Mi instinto de defensa me llevó a pensar que la mejor manera de evitar que me agrediera a mí era ponerme a sus órdenes para ayudarle a castigar a los demás.

          Mi propuesta fue objeto de admiración, como no podía ser de otra manera, y sólo recuerdo haber sido tratado injustamente por el maestro en una ocasión. Siguiendo su costumbre, nos colocó a tres o cuatro niños frente a una pizarra instalada en la pared y después de haber formulado en ella una operación de matemáticas nos pidió que obtuviéramos el resultado correcto dejándonos solos mientras inspeccionaba las tareas de otros niños. Cuando llegó el turno volvió a nosotros y constatando que no habíamos resuelto correctamente el problema tomó con la mano derecha la tabla o palmeta que llevaba debajo del brazo, nos ordenó poner hacia arriba la palma de la mano y nos pegó un “palmetazo” a cada uno de nosotros con toda su fuerza. No recuerdo haber llorado pero el dolor y la indignación quedaron como recuerdo inolvidable. La escena del “palmetazo” por un quítame de ahí esas pajas se repetía constantemente pero no conmigo. La pedagogía era así, nos exigían que supiéramos lo que no nos habían enseñado antes y en caso de no saberlo nos castigaban físicamente. Pero la vida se encarga de ponernos a todos en el lugar que nos corresponde.

          En relación con mis recuerdos de infancia en la escuela de Hoyocasero me parece oportuno dejar constancia de lo siguiente. Yo sentía particular placer por la lectura y pronto destaqué por mi capacidad para leer correctamente con mucha facilidad. Lo cual fue, creo yo, un factor decisivo para que el maestro me respetara más que a mis compañeros. En cualquier caso yo no me fiaba para nada de él, convencido de que en cualquier momento podía verme en la situación de tener que poner la mano para recibir algún “palmetazo” como los demás. Esta desconfianza explica lo que digo a continuación.

          Celebrábamos, como era costumbre, la “matanza” en casa de una de mis abuelas llamada Sofía. La “matanza” se refiere a tres días dedicados a sacrificar y procesar en la forma tradicional casera la carne de los cerdos que se habían criado y engordado durante casi todo un año con el fin de disponer de carne para el consumo familiar. Pues bien, era el tercer día de la celebración cuando alguien sugirió la idea de invitar a D. Antonio, el maestro, a compartir un asado a la hora de la merienda. Fuera había una nevada impresionante. Al poco tiempo se oyó la voz del maestro D. Antonio llamando a la puerta y yo, tan pronto la reconocí, salí a carrera tendida como alma que lleva el diablo desde la cocina por el pasillo hacia la calle cayendo de bruces sobre la nieve. Esta anécdota pasó a la historia de la familia como un rasgo de mi personalidad infantil pero sobre todo como expresión de la idea negativa que yo tenía de mi maestro de escuela al que no quería ver cerca de mí y menos aún en casa de mi abuela.

          Pero al cabo de uno o dos años, no recuerdo exactamente, el maestro D. Antonio, que era ya una institución en Hoyocasero, decidió emigrar a Madrid en busca sin duda de mejor vida para él y de su familia numerosa. Con esta ocasión mi madre me dijo lo siguiente. D. Antonio, el Sr. Maestro, se está preparando para marcharse del pueblo y debes ir a despedirte de él. Dicho y hecho. Pocos minutos después llegué a la plaza del pueblo, donde estaba ubicada la escuela, remonté la escalera de su casa sita en la primera planta del edificio y no necesité llamar a la puerta porque estaba abierta. Al verme, D. Antonio dejó todo y salió a recibirme cariñosamente. No sé qué palabras de despedida le dije. Lo que sí recuerdo de él es que estaba muy ocupado con la recogida de sus pertenencias para abandonar el pueblo y me acarició haciéndose cargo de que yo era un niño que venía a decirle “Adiós” para siempre. Me puso su mano tiernamente sobre la frente y mirándome con cariño me dijo: “Niceto, que seas bueno”. Gratamente sorprendido y sin decir palabra, me di la vuelta escalera abajo con este lindo mensaje de aquel hombre amargado por las circunstancias adversas de la vida creadas por una guerra civil.

          Pasaron muchos años cuando yo ya había terminado mi carrera y había sido ordenado sacerdote en la Orden de Santo Domingo. Un buen día anuncié en la prensa de Madrid una conferencia en la calle Conde de Peñalver 40. Era mi primera conferencia pública y, por tanto, el comienzo de una etapa nueva y fascinante de mi vida. Tan pronto eché una mirada para hacerme una idea del público que tenía delante de mí reconocí (genio y figura) al viejo D. Antonio Sainz Pardo entre los asistentes a la conferencia. Eché otra mirada de inspección para asegurarme de que era él y comencé la conferencia recordando al público que entre los asistentes había reconocido al maestro de escuela que de niño me había enseñado a leer y escribir. Terminó la conferencia y nos fundimos en un abrazo muy emotivo. Esta vez me dijo: ¡“Niceto, cuánto tengo que aprender de ti”! Pasaron los años y un día el portero del convento de S. Pedro Mártir, Madrid, me comunicó que tenía una visita. D. Antonio tenía 90 y más años cumplidos, estaba muy sordo pero con la cabeza en su sitio. Consciente de su situación había pedido a sus hijos que le llevaran a despedirse de mí. Fue la última vez que nos vimos. Así es la vida.

          Otro acontecimiento que marcó mi infancia en Hoyocasero fue la presencia de dos párrocos. Me refiero a los titulares de la parroquia D. Sebastián Cuenca Ortega y D. Vitorio Herráez. Del primero me es grato recordar lo siguiente. A la edad de 7 años me preparó con un nutrido grupo de niños y niñas para recibir la Primera Comunión. Cuando ya estábamos listos para el gran día, nos pidió un favor que consistió en lo siguiente: que cuando recibiéramos a Cristo nos acordáramos de él. Mi sorpresa fue grande por dos razones. Primero por el hecho de que el párroco nos pidiera un favor a los niños. Y segundo porque yo había visto en mi familia rezar por los difuntos pero nunca por los vivos. En cualquier caso entendí que cuando D. Sebastián nos pedía ese favor sus razones habría y yo no podía negárselo.  Murió muy pronto a los 63 años de edad el mismo día de Navidad y no le he olvidado nunca. Además me dejó una imagen entrañable y feliz del sacramento de la confesión que he procurado reflejar en mi trabajo pastoral. Esta experiencia maravillosa del sacramento de la confesión la tuve también con D. Vitorio Herráez. D. Vitorio comprendió muy pronto que yo tenía vocación sacerdotal, pero no en el clero secular, y supo en todo momento ayudarme espiritualmente respetando mi personalidad. Con D. Sebastián mi trato fue escaso y distante pero muy positivo para mi vida. Con D. Vitorio, en cambio, tuve un trato prolongado, frecuente y de verdadera amistad. A ambos les debo gratitud profunda por la huella positiva que dejaron en mi vida durante mi infancia y adolescencia.

          De los años de infancia en Hoyocasero quedan todavía algunos recuerdos significativos que no se han borrado de la memoria con el paso del tiempo. Mi padre compró la cafetería, salón de baile y frontón de pelota. Por lo que he oído decir, esta adquisición fue una aventura pero con el tiempo se convirtió en un acierto. Esta institución fue para mí fue un verdadero laboratorio de humanismo. Allí me acostumbré a vivir con el público conociendo sus virtudes y sus defectos. Conocí a personas buenísimas y también los estragos personales y familiares que producía el fumar y el beber en muchas de ellas. Los días de fiesta tenía que ayudar a mis padres en el servicio al público. Por ejemplo, poniendo la música del baile con un manubrio de cilindro con púas. Para mí era un verdadero calvario pasar toda la tarde encerrado en la sala de baile poniendo la música para que los demás bailaran renunciando a marchar lo más lejos posible con mis amigos. Pero comprendía que tenía que ayudar a mis padres ya que ello significaba hacer modestos pero indispensables ingresos de dinero para vivir con un mínimo de dignidad. Yo, a pesar de mi escasa edad, era consciente de ello. Al final de la jornada yo acompañaba a mi padre mientras hacía la caja del día y hacía mis cálculos sobre los ingresos y gastos de la semana. Yo conocía la cantidad de dinero en efectivo de la que disponíamos para cubrir los gastos familiares y ello me impedía pedirles cosas innecesarias conformándome con lo que había.

          Era norma que a las 11 de la noche se cerrara el establecimiento y yo no podía ocultar mi mal humor cuando llegaba la hora del cierre y había gente que no tenía prisa en marcharse a su casa o a donde les apeteciera. Casi siempre eran los mismos, es decir, los que todavía disponían de unas pesetas para seguir pidiendo chatos de vino. En una ocasión no me resistí a recordarles que había llegado la hora del cierre y que tenían que abandonar cuanto antes el local. Fue entonces cuando uno de los “bebedores retrasados” me replicó con contundencia que tuviera en cuenta que “ellos estaban allí dejando la peseta a mi padre”. Lo cierto es que el ambiente del bar y del baile no me gustaba nada. Crecí en ese ambiente por necesidad y tal vez por ello me negué siempre a aprender a beber y a bailar. Yo ponía la música para que bailaran los demás pero bailar me parecía ridículo. Cuando contemplaba cómo las parejas bailaban “al son que yo tocaba” me parecían ridículos todos sus gestos y movimientos. En cualquier caso estas vivencias se convirtieron para mí en una fuente de experiencia y de conocimiento de la naturaleza humana. Perdí para siempre el miedo al público y descubrí la grandeza de la soledad personal y del encuentro directo con la realidad de la vida. Empecé a sentir la necesidad de evitar la masificación de las personas y de descubrir la grandeza y dignidad de cada ser humano en particular.

          Otros recuerdos lindos de mi infancia en Hoyocasero están relacionados con mis padres y mis abuelas. Mis padres, Emiliano y Delfina, pasaron por momentos duros pero compensados con el paso del tiempo. A mi madre no la acompañó la salud y a ambos los acompañaron las calamidades que siguieron a la guerra civil española de 1936. Lo que no sufrió jamás deterioro fue su dignidad y sentido de la responsabilidad. Vivieron y murieron por sus hijos y para sus hijos y esto lo percibí yo ya desde mi más tierna infancia. Como consecuencia lógica de esta trayectoria cosecharon amigos por doquier y murieron queridos y admirados por todos cuantos los habían conocido y tratado. Mis padres fueron un regalo precioso de la Providencia. Sus defectos y debilidades humanas, al lado de su nobleza de alma y grandeza personal, no pasan de ser anécdotas de la vida para contar, o accidentes inevitables y felizmente superados en el camino de la vida. Desgraciadamente no conservo recuerdos personales de los abuelos pero disfruté del amor y admiración de mis dos abuelas. Mi abuela materna se llamaba Sofía y vivió la mayor parte de su vida en Venta del Obispo. Sabía leer y escribir y entre sus libros de lectura se encontraban las meditaciones de Fray Luis de Granada, que leía discretamente y de forma desapercibida mientras vigilaba los movimientos de los ganados en las praderas y cañadas desde la parte más alta del corral de la casa. Más tarde, cuando la edad la obligó a retirarse en su casa de Hoyocasero, alternaba la oración con la lectura de unos folletos biográficos que yo le había proporcionado sobre personajes de la Orden Dominicana como Tomás de Aquino y Alberto Magno. No soportaba que en su presencia se hablara mal de nadie. Cuando las vecinas se juntaban a la puerta de su casa en Hoyocasero y derivaban hacia la murmuración contra alguien, ella buscaba cualquier excusa para meterse en casa y desligarse de la conversación.

          La última escena amorosa de esta abuela materna fue así. Era un día muy frío de diciembre o enero cuando fui a visitarla en Hoyocasero. Llegué por la tarde y me apresuré a verla en casa del tío Pablo, su hijo mayor y mi padrino de bautismo, donde se encontraba en aquellos momentos. La encontré físicamente muy desmejorada pero con su cabeza lúcida y brillante. Después de la alegría del encuentro la despedí hasta el día siguiente. Cuando volví a verla salió de su habitación con unos deliciosos bizcochos que se fabricaban en Hoyocasero y que ella misma había ido a comprarlos para obsequiarme con ellos. Al percatarse de todo mi tía le reprochó que hubiera salido sola a comprar los bizcochos argumentando que no había necesidad ninguna porque los había en casa, y además por el riesgo que había corrido de que la ocurriera algo en la calle habida cuenta del estado de su salud. Yo salí al paso del reproche y repliqué amablemente que yo tomaría los bizcochos que había comprado para mí la abuela porque estos eran los que más me gustaban. ¡Sin comentarios! La abuela quedó feliz y yo también.

          Mi abuela paterna se llamaba Justa y era el prototipo de la mujer dulce, sufrida y buena. Era analfabeta y contaba ella cómo aprendió a escribir su firma. Llegó el momento de casarse y fue con el novio a exponer su deseo al párroco de Hoyocasero y que D. Justo se llamaba. Durante la entrevista prematrimonial el párroco descubrió con gran sorpresa que ella no sabía leer ni escribir. Así las cosas la convenció de que tenía que aprender por lo menos a escribir su firma. Y lo consiguió con la ayuda del párroco pero no pasó de ahí porque de hecho tampoco lo necesito después. Ella explicaba esta anómala situación por el hecho de que cuando fue el tiempo de ir a la escuela nació su hermana Federica y tuvo que ayudar a su madre a cuidarla. ¡Cosas de la vida! Mi último encuentro con ella fue así. Volví de Roma a visitar a mi familia y, como era costumbre, llevaba simbólicos recuerdos  para familiares y amigos. Para la abuela llevaba uno muy bien elegido. Se trataba de un Rosario fluorescente pensando que este objeto la iba a producir mucha alegría. La invité a venir conmigo a un cuarto sin luz y una vez allí le mostré el Rosario brillando en la oscuridad. Al reconocerlo se emocionó mucho no pudiendo disimular su alegría ante tanta belleza. Y lo que es más. No podía comprender que un regalo así de bello y presuntamente tan costoso pudiera ser para ella y me suplicó amorosamente que la dijera cuánto tenía que pagarme. Y añadió el siguiente comentario. “Cuando las señoras me pregunten, ¿Justa, quién te ha regalado ese Rosario tan bonito?, yo diré, pues ¿quién va a ser?, ¡mi nieto! Fueron las últimas palabras que oí de ella.  

          Ambas abuelas fueron admirables por su bondad y amor para conmigo. Me enseñaron amorosamente a encomendarme a Dios en el silencio de las noches antes de dormir y me expresaron siempre su admiración y cariño con gestos entrañables. Las anécdotas que de ellas recuerdo reflejan la grandeza humana de estas dos mujeres, por la sabiduría de la vida y su bondad inspirada por el sentido común y la fe cristiana. Por razones coyunturales ambas tuvieron que vivir juntas en mi casa con mi madre postrada en silla de ruedas. Mi padre Emiliano las cuidaba a las tres y las tenía de punta en blanco. Era admirable ver a las dos abuelas ayudándose mutuamente y cediéndose la una a la otra el mejor asiento como expresión de preocupación fraterna. Las dos abuelas juntas eran un espejo precioso de humanidad alimentada con la presencia de Dios en sus vidas.

          De los abuelos, que Pelegrín y Mariano se llamaban, siempre oí hablar bien de ellos. Del primero destacaban su bondad y buen humor. Del segundo mi padre solía destacar su inteligencia y sus dotes de hombre creativo para afrontar las dificultades de la vida. Yo deduzco que debió sufrir bastante ante las injusticias. En la Venta del Obispo había una Capilla dedicada a la Virgen del Carmen en la que todos los años se celebraba su fiesta solemne el día 16 de julio. Por la mañana se celebraba una Misa solemne y por la tarde se hacía baile. Estalló la guerra civil de 1936 y un buen día llegaron “los rojos” (“comunistas o republicanos”) y destrozaron la estatua de la Virgen del Carmen que presidía la Capilla. Mi abuelo contempló el salvaje espectáculo desde su casa, situada en frente al otro lado de la carretera, y cuando los profanadores desaparecieron mi abuelo se apresuró a ir al lugar del crimen, recogió los trozos de la imagen y trató de reconstruirla ante la admiración de quienes temían por su vida si era sorprendido por los salvajes iconoclastas. Siento mucho no haber convivido con estos dos hombres en los que se dieron cita la bondad, la inteligencia y la responsabilidad.

          Mi vida de infancia entre Hoyocasero y Venta del Obispo estuvo marcada por el enriquecimiento de mi personalidad mediante el contacto directo con la naturaleza, las vivencias familiares y la escasez de medios materiales que siguió a la guerra civil de 1936. Sin olvidar el miedo a los terroristas que quedaron por la zona conocidos como “maquis” así como mi estado de salud siempre delicado. El contacto con la naturaleza fue una escuela en la que aprendí a reflexionar en profundidad buscando el por qué último de las cosas y el sentido de la vida. Las nieves del invierno, las flores de la primavera, el calor del verano y la cosecha de los frutos de la tierra en otoño fueron  las cuatro aulas magistrales de mi infancia junto con la casa de mis padres y la Iglesia.

          De niño conocí directamente cómo nace, crece y se seca la hierba de los campos, se marchita la belleza de las flores y maduran los frutos de los árboles. O cómo engendran y se reproducen los animales y se crían los niños enganchados a los pechos gloriosos de sus madres. Conocí en directo cómo morían por igual niños, adolescentes, jóvenes y ancianos. Y también cómo se cuida un rebaño de ovejas o una manada de vacas. Conocí el hambre y la hartura y sobre todo descubrí el misterio de la trascendencia para dar sentido a mi vida. Llegó un momento en que mi infancia se convirtió en una meditación constante sobre la vida y la muerte, el presente y el futuro. Este proceso tuvo una culminación en la anécdota que cuento a continuación y la decisión posterior de marchar del pueblo como peregrino de la verdad y del sentido último de mi vida. 

         Uno de mis entretenimientos gozosos de infancia consistía en visitar el hermoso prado que mi padre poseía en el lugar denominado “La chorrera” a menos de un kilómetro de Hoyocasero hacia el este. El prado está situado en la falda de una ladera frondosa surcada horizontalmente por la carretera y verticalmente por una “chorrera” o cascada de agua que vierte en el prado a través de un pequeño puente. Este lugar ha sido remodelado para ampliar la carretera con lo cual se ha perdido su orografía original. Lo cierto es que cuando llegaba la primavera yo empezaba a visitar con harta frecuencia aquel paradisíaco entorno. Me introducía en el bosque, observaba el curso del agua de la cascada y, sobre todo, observaba atentamente cómo eran los árboles y las plantas con la ilusión añadida de descubrir los nidos de los pajarillos y otras aves de mayor envergadura. Y todo con mucha cautela para no verme sorprendido por algún desagradable o mortífero reptil. De hecho era frecuente que culebras y víboras hicieran acto de presencia.

          Un día durante mi recorrido solitario por el bosquecillo admirando la vegetación, descubrí un retoño de árbol que me llamó particularmente la atención. Era un chopo pequeñito que había brotado al lado de otro inmenso y tenía la misma estatura que yo aproximadamente. El arbolito era todavía muy delgado y tierno y comenzaban a brotar sus delicadas hojas. Al verlo quedé fascinado por su belleza. Si mal no recuerdo, lo toqué suavemente con la mano cuidando de no causarle algún daño. A su lado estaba el chopo inmenso y yo miraba a los dos, pensando con ilusión que algún día el retoño llegaría también a ser grande y majestuoso como el adulto. A partir de aquel hermoso día, cuando iba a la “chorrera”, visitaba el “chopito” siguiendo de cerca su crecimiento. Pero todo mi gozo en un pozo.

          Un día fui como de costumbre a visitarlo y no podía creer lo que estaba viendo. El inocente e indefenso arbolito había sido cercenado. No había duda. Alguien lo habían cortado por la mitad de su cuerpo con una navaja. Imaginemos un niñito de tres meses asesinado en su propia cuna. Cerré espontáneamente los ojos y me hice dos preguntas: ¿Quién ha sido? ¿Por qué? No entendía que aquella criatura hubiera hecho algún mal que mereciera tan severo castigo. Entonces, ¿por qué? ¿Por envidia de que el arbolito se encontraba en la propiedad de mi padre? ¿Cosas de niño o algo más? En aquel momento mi capacidad de razonamiento se disparó y abandoné el lugar con el corazón roto. Por primera vez pensé que hay gente mala, que el mal existe y que en adelante debía conocer las cosas sin fiarme de las apariencias. En aquel histórico momento de mi vida perdí la inocencia y se activó en mí el uso de la razón. O lo que es igual, dejé de ser niño psicológicamente y comencé a tomar conciencia de lo bueno y lo malo, de lo verdadero y lo falso, de lo bello y lo monstruoso, de la vida y de la muerte. En aquel preciso momento comenzó mi carrera filosófica como ejercicio constante del uso de la razón frente a las situaciones de la vida. Pero, como no hay mal que por bien no venga, he de confesar también que en el atardecer de mi vida me siento muy feliz de haber aprendido la lección positiva de aquella prematura y terrible experiencia. En septiembre de 1950 llegué al colegio de los PP. Dominicos de la Mejorada, en la provincia de Valladolid, como culminación reflexiva de aquella experiencia con la ayuda incondicional y sacrificada de mis padres, que no pasaban en aquel momento por una situación económica envidiable, de lo cual yo era plenamente consciente y por lo que evitaba pedirles nada a no ser que fuera estrictamente necesario.

 

          2. La Mejorada, Santa María de Nieva y Arcas Reales


          La llegada al colegio de La Mejorada tuvo lugar en una tarde de septiembre de 1950. Me llevó mi padre, con el cual yo me sentía siempre protegido contra todos los males. A pesar de mi niñez hablaba conmigo de las cosas como si yo fuera una persona mayor, lo cual era para mí motivo de orgullo e invitación constante a la responsabilidad. El trayecto desde Hoyocasero a Ávila lo hicimos en autobús y de Ávila a Medina del Campo, en tren. Allí, si mal no recuerdo, nos fueron a recoger para llevarnos directamente al colegio de La Mejorada, situado a pocos kilómetros de Olmedo y a donde había que acceder por un camino polvoriento entre viñedos. Al llegar a la puerta principal me alegró mucho ver el frontón de pelota aunque no tan bien acondicionado como el de mi padre en Hoyocasero donde a mi corta edad era yo todo un líder en ese deporte. Lo primero que hicimos fue saludar al P. Román Azcoaga, el cual era un venerable fraile dominico del que en mi casa sólo se habían oído decir palabras laudatorias y él mismo nos presentó al Rector del colegio. Este primer encuentro con el Rector fue meramente protocolario y expeditivo de suerte que a los pocos minutos perdí de vista a mi padre y me sentí como perdido entre una “muchachería” sin nombre. Fue una separación muy brusca de mi padre pero yo sentí el deber se ser consecuente con la decisión que había tomado de iniciar una vida nueva radicalmente distinta de la que había llevado hasta aquel momento. Yo había puesto en juego mi propio futuro y había que perder el miedo.

          Algunos de aquellos muchachos terminaban de llegar y otros eran veteranos del año anterior. En el colegio sólo se impartían los dos primeros cursos académicos del Bachillerato. Recuerdo que nos llevaron al comedor para tomar la merienda y, de repente, cuando yo conversaba animadamente con el compañero de al lado, que también terminaba de llegar, presentándonos y comentando el viaje, se oyó una voz potente gritando: ¡Silencio! Era el fraile responsable de la disciplina en aquel momento el cual nos conminaba a tomar la merienda sin hablar unos con otros. Esta fue la primera sorpresa desagradable. ¿Será malo hablar con el compañero de al lado mientras merendamos?, pensé yo, y todo parecía indicar que sí. Los veteranos nos informaron después de que en el comedor había que guardar silencio y escuchar una lectura durante el almuerzo y la cena. No me pareció mal en absoluto que se escucharan interesantes lecturas en aquel lugar para lo cual, obviamente, había que guardar silencio. Lo que no cabía en mi cabeza es que no me hubieran informado previamente de esta costumbre viéndome obligado a oír un reproche innecesario cuando yo lo único que estaba haciendo era saludar y darme a conocer como persona bien educada al compañero que tenía a mi lado.

          Las sorpresas fueron en aumento y algunas de ellas desagradables quedaron grabadas en mi memoria. Por ejemplo, la siguiente. Llegó la noche y con ello la hora de dormir. Pero ¿dónde? Yo había dejado mis pertenencias en un salón inmenso con dos filas de camas. ¿Será aquí?, pensaba yo. Allí era, efectivamente, y ésta fue otra sorpresa desagradable para mí, recién llegado al colegio. Yo me sentí indefenso al tener que aceptar que aspectos esenciales de mi vida privada quedaran a la vista de los curiosos y tuve la impresión de que me robaran la intimidad al perder aquel trato personal y confidencial al que yo estaba acostumbrado. Digamos que me sentí despersonalizado y masificado como un objeto cualquiera. Yo entendía, por ejemplo, que el dormir y la higiene personal son aspectos de la vida íntima de una persona que en el dormitorio común son fatalmente violados.

          En La Mejorada cursé los dos primeros cursos de bachillerato: 1950/1951 y 1951/1952. Mi padre volvió por Navidad para conocer mi situación y mi alegría fue inmensa al verle después de tres meses de ausencia. Pero no le hablé de mis desilusiones pues yo no quería bajo ningún concepto que él regresara a casa insatisfecho pensando que se había equivocado llevándome allí. Yo entendía sin dificultad que había que dejar pasar el tiempo hasta ver cómo evolucionaba la situación.

          Como balance global de mi paso por el colegio de La Mejorada cabe decir lo siguiente. No encontré el trato personal que yo necesitaba y me sentí tratado como un objeto perdido en una masa bulliciosa de muchachos que buscaban hacer deporte y divertirse inocentemente. Yo necesitaba algo más y no lo encontraba tampoco en la docencia de las aulas ni en las relaciones con las autoridades educativas del colegio. En algún momento no descarté la idea de abandonar el colegio y volver a casa con mis padres. Pero había un anciano misionero que había vuelto del Extremo Oriente discapacitado y fue para mí un referente admirable. Se llamaba Eugenio González y la enfermedad había convertido su cuerpo en un montón de ruinas, pese a lo cual, su cabeza y su corazón eran admirables. Era el párroco de Calabazas y hacía el camino desde el colegio al pequeño pueblo arrastrándose por los pinares y cruzando el río Adaja con serio peligro de caer al agua. Cuando los estudiantes estábamos por los campos de deporte y le veíamos asomar de vuelta a casa, algunos salíamos a su encuentro y nos sentábamos a su alrededor en el suelo bajo la copa de un pino. Luego cargaba la pipa de tabaco, nos hablaba de las misiones en Vietnam y respondía a nuestras preguntas. Cuando considerábamos que el tiempo no daba más de sí, le ayudábamos a levantarse del suelo y continuaba su viaje de vuelta a casa arrastrando una pierna por el polvoriento camino sosteniendo a duras penas la pipa. Era un espectáculo de debilidad y grandeza humana al mismo tiempo. Este hombre, aparentemente inútil, fue mi verdadero maestro durante los dos años académicos que estuve en La Mejorada. De él recibí el trato personal y comprensivo que yo necesitaba cuando me sentía perdido en una masa de muchachos colectivizados y sometidos a un sistema de educación masiva.   

          La llegada al colegio de Santa María de Nieva en la provincia de Segovia supuso un notable progreso para mí. El sistema de educación masiva era el mismo pero había otros hombres y otros compañeros mayores en edad y experiencia. El hombre clave para mí fue el Rector del colegio, José González Cuesta, el cual había llegado de la Universidad de Santo Tomás de Manila para subsanar problemas que habían surgido con el Rector anterior. De este hombre recibí el trato personal y respetuoso que yo necesitaba. Dos anécdotas pueden bastar para destacar este recuerdo positivo de él.

          Pocos días antes de comenzar el curso académico 1952/1953 se casaba en Madrid Emiliano, el mayor de mis hermanos, y obviamente me planteé la cuestión sobre solicitar el permiso correspondiente para desplazarme a la metrópoli con el fin de asistir a la boda. El tiempo apremiaba y no estaba yo convencido de que el rector del colegio estuviera por la labor. En realidad yo estaba convencido de que mi propuesta iba a ser rechazada. Pero se me ocurrió comentar el asunto con un compañero de curso llamado Jesús Arróniz, con el cual jugaba yo partidas de pelota,  y me animó a subir al despacho del Rector y plantearle la cuestión. Bueno, pensé para mis adentros, si me niega el permiso no me pilla de sorpresa y si me lo concede, me quedará la satisfacción de haber convertido mi ilusión en realidad.

          Con estos pensamientos me dirigí a su despacho sin perder tiempo. Tan pronto el Rector se percató de mi presencia vino rápidamente a recibirme preguntándome cariñosamente si me ocurría algo y en qué me podía ayudar. Era mi primer encuentro a solas con él. Le expuse el motivo de mi visita en hora tan inoportuna e inmediatamente se interesó por mi familia y por mi hermano. Yo estaba felizmente sorprendido comparando los fríos e impersonales encuentros que habían tenido lugar durante los dos años precedentes con el Rector del colegio de La Mejorada. Escuchó mi petición como quien escucha respetuosamente a otro hombre, me hizo alguna pregunta aclaratoria y me contestó que le parecía muy razonable y conveniente que viajara a Madrid para asistir a la boda de mi hermano. Me sentí todo un hombre hecho y derecho dispuesto a dejarle en buen lugar por el trato y confianza que me había otorgado. 

          La otra anécdota fue la siguiente. Había un profesor decidido a suspenderme en una de las disciplinas que impartía. Yo, convencido de que aparte la circunstancia académica, mi persona no le era grata, estaba dispuesto a expresarle a mi padre mi desánimo preparando el terreno para abandonar el colegio. El P. José González Cuesta, al conocer mi estado de ánimo, mantuvo conmigo una conversación entrañable durante la cual me persuadió con pocas palabras para que dejara pasar algún tiempo antes de tomar una decisión inesperada por mis padres. Yo seguí su consejo y acerté al tiempo que crecía en edad y experiencia de la vida a pasos agigantados. La vuelta a Hoyocasero para las vacaciones de verano eran otro motivo importante de reflexión y maduración de mi personalidad con la ayuda moral del párroco D. Victorio del que ya he hablado antes. El fue mi verdadero guía y amigo durante aquel tiempo. En relación con las vacaciones estivales recuerdo otra anécdota muy significativa.

          Uno de los veranos recortaron drásticamente el tiempo de las vacaciones estivales con la familia. La iniciativa, según las informaciones recibidas, fue del Rector de La Mejorada, y el Rector de Santa María de Nieva, por solidaridad con su homólogo, tomó también la misma decisión. En consecuencia, marchamos a casa en la primera semana de julio pero nos ordenaron regresar al colegio al cabo de un par de semanas. Por otra parte fue un verano castigado por una sequía devastadora y un calor extremo. La situación llegó a ser tan crítica que, de vuelta ya en el colegio, nos vimos obligados a racionar incluso el agua para beber. Cabía pensar que, dada la gravedad de la situación, nos dejarían volver a nuestras casas hasta el fin del verano para paliar la situación. Pero esto no ocurrió. Nuestra exasperación llegó a tal extremo que llegamos a pensar en sabotear la poca agua de la que disponíamos derramándola o rompiendo los cántaros, a ver si así, forzados por la necesidad, nos dejaban marchar de nuevo a casa con nuestros padres. No saboteamos el agua y tuvimos que aguantar allí un verano terrible de calor e incomodidad. Eran aquellos tiempos recios a los que muchos de mis compañeros de camino sucumbieron.

          Finalizado el curso 1953/54, disfruté de unas largas vacaciones con mis padres y comenzó para mi otra etapa importante de la vida. Se cerraron los colegios de La Mejorada y de Santa María de Nieva y se inauguró el bello, novedoso y espectacular colegio de Arcas Reales en la afueras de Valladolid. Cuando me incorporé en septiembre de 1954 se respiraba ya un ambiente de bonanza y modernidad notable en todos los sentidos en comparación con el ambiente que habíamos dejado atrás. Por otra parte, durante ese verano todas mis experiencias de infancia fueron sometidas a prueba con el desarrollo biológico que acompaña a la edad. Entre otros fenómenos dignos de mención me parece oportuno destacar el del enamoramiento, que tantas desventuras y desencantos acarrea a las personas que caen fatalmente en sus redes. Las cosas  se sucedieron, en líneas generales,  más o menos, así.

          Yo sentía por aquella época una admiración profunda por una joven. Era físicamente bella pero mi interés por su persona se había despertado por sus formas de conducta y un encanto propio de quienes no conocen el mal. Así las cosas, comprendí que estaba irrumpiendo en la órbita del enamoramiento y tenía que tomar una decisión nueva acerca de mi futuro, ya que esta situación emocional podía entrar en conflicto con la decisión que había tomado ya en razón de mis experiencias anteriores. La opción que había tomado de buscar la verdad por encima de todo y antes que nada, después de las experiencias antes descritas, estaba en pleno vigor, pero la fuerza de la vida y las nuevas circunstancias pujaban llevándome hacia otros derroteros por la vía del enamoramiento.

          La toma de posición ante esta nueva experiencia de vida no me resultó difícil. Yo me encontraba ante la posibilidad de continuar por el camino emprendido o de abandonarlo para crear una familia como hace la mayoría de la gente. Pero ¿qué garantías tenía yo de que en el futuro no me iba a arrepentir de haberme casado añorando la senda de la verdad que me había trazado como prioridad de mi vida? Entonces me hice el siguiente razonamiento. Si expreso mis sentimientos a esta amorosa muchacha y me caso, me obligo a ser coherente con ella hasta las últimas consecuencias. Pero, ¿qué ocurrirá si las cosas no nos van bien, como ocurre a tanta gente que se casó ilusionada? La cuestión de fondo era saber siquiera con certeza moral si yo había nacido antes que nada para crear una familia biológica o más bien para dedicarme prioritariamente a otras cosas que yo había descubierto antes. Me pareció que lo más prudente era dar primero con el sentido de la vida y después vivirla responsablemente en plenitud en lugar de lanzarme a la aventura del enamoramiento aparcando el uso de la razón.

          Entendía que, si me casaba y me comportaba como persona responsable, no debía dar marcha atrás después sino que debía asumir responsablemente las consecuencias de tal decisión. Por el contrario, si dejaba aparcada la opción de casarme hasta estar seguro de que la otra opción era la acertada, nada estaba perdido porque tan pronto surgiera alguna dificultad seria que me impidiera seguir en la opción por la vida religiosa quedaba siempre la posibilidad abierta de reconsiderar la opción por el matrimonio. En cualquier caso esto requería un tiempo de prueba y, sobre todo, poner todos los medios para no ilusionar a la adorable muchacha declarándole mis sentimientos sin estar yo mismo seguro de la solidez de los mismos. Así las cosas opté por evitar cualquier tipo de encuentro con ella que pudiera desvelar mi estado de ánimo y seguí conociendo más a fondo el camino que ya había emprendido con vistas a optar por la vida religiosa.

          A medida que pasó el tiempo me fui convenciendo de que yo no había nacido para crear una familia sino para otros menesteres de los que me he ocupado feliz y contento a lo largo de mi vida. Por otra parte, como me cuidé mucho de no generar ninguna ilusión en la joven muchacha, tampoco mi decisión de marchar por otro camino pudo causar en ella ningún daño moral o desilusión. Esta determinación, que, insisto, el tiempo sancionó como la acertada y correcta, no hubiera sido posible sin el control previo de los sentimientos por parte de la razón. Así, al no implicarla a ella irresponsablemente en mis emociones pude optar con conocimiento y libertad por la senda que me había trazado la vida en un nivel mucho más profundo que el de los comunes sentimientos de enamoramiento sin causar daño a nadie. En consecuencia, no dudé en pedir ingresar en la Orden de Predicadores, consciente de que iniciaba otra etapa importante de mi vida, de acuerdo con aquellas primeras experiencias de infancia preparándome para afrontar los obstáculos y dificultades que inevitablemente habrían de surgir después en el camino.

          Uno de esos obstáculos fue la pedagogía educativa en vigor. En el moderno y flamante colegio de Arcas Reales yo llegué a gozar de prestigio como estudiante cualificado pero eso no me importaba gran cosa. Mi procesión iba por dentro y sólo Dios sabía de mis dudas, luchas, debilidades humanas y equivocaciones. También allí encontré a profesores de baja calidad docente y pedagógica. La bestia negra era un fraile amargado, responsable de la disciplina general del colegio, y varios profesores laicos acomplejados los cuales utilizaban la coacción moral sin excluir la violencia física. Esta circunstancia dio lugar a momentos de alta tensión entre profesores y estudiantes hasta el punto de que nos vimos obligados a defendernos de los malos tratos de algunos amenazando con el recurso a la violencia proporcionada. Pero esta es otra historia que se suma a las dificultades que hay que ir superando a lo largo de la vida para sacar lecciones prácticas y no fracasar en nuestros proyectos de vida fundamentales.

 

          3. Año experimental en Ocaña


          El curso académico 1954/1955 en Arcas Reales fue decisivo. No fue pacífico pero sí interesante y fructífero en experiencias. El ambiente era arquitectónicamente muy bello y conveniente para albergar a jóvenes inquietos y llenos de ilusión ante la vida. La disciplina, en cambio, era poco o nada pedagógica. Como he dicho antes, había profesores que crearon un ambiente de coacción moral y física lo cual no contribuía a la maduración de mi proyecto de vida. A pesar de todo salí adelante resolviendo solo mis problemas personales y no dudé en pedir el ingreso en el histórico convento-noviciado de Ocaña en la provincia de Toledo. Allí fuimos un grupo de jóvenes ilusionados pero con cautelas. El año de noviciado iba a ser un año de prueba viviendo en una comunidad de frailes dominicos con vistas a seguir adelante o dar marcha atrás después de conocer el terreno “in situ”.

          Aquel verano, en lugar de ir de vacaciones a casa de nuestros padres, fuimos a La Mejorada a disfrutar durante un par de semanas del ambiente agradable que allí se respiraba con el río, la piscina, los pinares y el ambiente natural reinante al margen de los convencionalismos ciudadanos. Pero el viaje desde Arcas Reales a La Mejorada pudo haber cambiado nuestra historia personal. Yo, consciente de mis limitaciones de salud, hice el viaje en un coche de casa pero el resto de mis compañeros optaron por hacerlo deportivamente a pie alternando la carretera polvorienta con la travesía de pinares y atajos. Durante la travesía se desencadenó una tormenta impresionante de truenos, agua y pedrisco y pudo ocurrir lo peor. Afortunadamente llegaron todos sanos y salvos a La Mejorada pero no se habló nunca más de la imprudencia cometida en este arriesgado viaje.

          Pero olvidemos este incidente y sigamos adelante. A pesar de las tensiones surgidas en Arcas Reales, una vez finalizado el curso académico obtuvimos el visto bueno para dirigirnos a Ocaña y pedir formalmente el ingreso en la Orden de Santo Domingo. La llegada fue cualquier cosa menos agradable. Llegamos en dos grupos separados el mismo día pero a distinta hora. El grupo más numeroso llegó primero y el resto llegamos en tren más tarde. Era el mes de agosto de un verano seco y castigador. No recuerdo si alguien salió a recibirnos a la estación del tren al llegar a Ocaña. De lo que sí recuerdo es que tuvimos que caminar buen trecho por un camino polvoriento en plena hora de calor, respirando el tamo de las eras, en plena época de trilla, para acceder al convento de Sto. Domingo.

          Llegados por fin a nuestro destino, no entramos por la puerta principal sino por la trasera que daba al jardín donde nos esperaban los otros compañeros. Uno de ellos me dio la bienvenida con estas palabras: “Niceto, esto significa una ilusión menos”. El recibimiento no fue el adecuado para un grupo de jóvenes que buscábamos despejar el horizonte de nuestra vida de una manera noble y esperanzada. Nos mirábamos unos a otros como si nos hubiéramos equivocado. De hecho alguno comentó con humor: “¿Nos volvemos a casa? Al cabo de quince minutos aproximadamente apareció el denominado Maestro de novicios el cual, sin saludarnos ni presentarse, nos urgió a que le siguiéramos por un corredor oscuro hasta la puerta del comedor. Al llegar allí tuvimos la sensación de que habíamos encontrado un refrescante oasis en medio del desierto y algunos se apresuraron a arrebatar los botijos manchegos repletos de agua fresca que aparecieron a nuestra vista. Pero el misterioso Maestro hizo un gesto de aparente disgusto y nos pidió que nos abstuviéramos de beber agua. Grande fue nuestro estupor pero pronto se despejó el enigma. Dio media vuelta y en menos de lo que canta un gallo volvió sonriente y feliz, dispuesto servirnos él mismo con unas jarras repletas de leche fresca para agasajarnos. Era la sorpresa que nos tenía reservada para refrescar nuestros cuerpos fatigados por el calor. Con el tiempo fuimos constatando que tenía formas muy originales de hacernos la vida grata y llevadera. Esta anécdota no fue más que el comienzo.

          Para presentarnos en el convento había llegado un fraile joven de Arcas Reales, el P. Felipe Pérez, O.P., por el que todos sentíamos profundo respeto y admiración por su forma de ser y el buen recuerdo que teníamos de sus clases de griego y ciencias naturales. Cuando se despidió de nosotros yo me sentí como perdido en una comunidad de frailes de edad muy avanzada y un Maestro de novicios que me desconcertaba. Pero no era cuestión de tirar la toalla por estas primeras impresiones. Yo había intuido que la Orden de Predicadores era una institución muy seria en la que se ofrecía un futuro de vida noble y había que seguir superando obstáculos e impresiones pasajeras para no errar.

          A medida que fueron pasando las horas y los días nuestras primeras impresiones desagradables mejoraban sensiblemente y cada cual iba sacando sus conclusiones como yo las mías. ¿Dar marcha atrás? De momento, no. Había que quemar todos los cartuchos conociendo todas las posibilidades de futuro que se ofrecían en la Orden de Predicadores. Aquellos jóvenes estudiantes de teología que yo había conocido en Ávila eran gente muy inteligente y tuve la impresión de que eran también felices preparándose para convertirse en buenos profesores, predicadores y misioneros, incluso en tierras lejanas, respaldados por siglos de historia y vidas ejemplares. En las vacaciones de verano yo había leído con verdadero gozo artículos de misioneros dominicos en Extremo Oriente en la revista Misiones Dominicanas que posteriormente se llamó Ultramar. Y lo que allí se leía no eran relatos novelados sino historias de la vida real de unos hombres que habían pasado por los mismos trámites que yo estaba iniciando. Por otra parte, a medida que pasaban los días se creó en el noviciado un clima de buen humor y buena convivencia que ayudaba mucho a olvidar los fallos pedagógicos y aspectos menos agradables de la vida diaria. Por ello me resulta particularmente grato recordar algunos aspectos positivos durante aquel año de prueba o noviciado en el convento de Santo Domingo de Ocaña.

          La figura clave era la persona del oficialmente conocido como el Maestro de Novicios. Se llamaba Ricardo Rodrigo. Era un hombre de 68 años de edad, intelectualmente nada brillante tirando a corto pero con mucho sentido común y bueno de corazón. Además causaba la impresión de ser un fraile feliz y se sentía orgulloso de nosotros. Una vez puesta en marcha la vida normal del noviciado le pedí una entrevista para darle a conocer mi estado de ánimo y hacerle algunas preguntas relativas a la nueva vida que trataba de abrazar. Me escuchó estoicamente sin pestañear pero no respondió a nada de lo que le pregunté. El escucharme con atención lo interpreté como un gesto de profundo respeto personal. Pero el silencio por respuesta me causó la impresión de que aquel hombre no estaba intelectualmente preparado para guiar a un grupo de jóvenes como el que le habían encomendado. En consecuencia, no volví a hablar más con él para informarle de mis preocupaciones y problemas personales. Me pareció que no estaba a la altura de los problemas que se nos planteaban a unos jóvenes despiertos e inquietos en la plenitud juvenil. Pero tampoco ponía él obstáculos para que cada cual consultara o se asesorara con cualquiera otro fraile de la comunidad, lo cual era muy de agradecer. En este ambiente de respetuosa libertad un buen día expuse una serie de cuestiones a un veterano misionero de China, que vivía en la comunidad y quedé gratamente sorprendido. Después de escucharme con gran atención e interés me dijo que mis planteamientos sobre las normas religiosas vigentes y su cumplimiento eran totalmente correctos, añadiendo unas matizaciones que me invitaban a ser realista en la vida sin dejarme llevar por los idealismos. Para corroborar su consejo me propuso unos ejemplos prácticos tomados de su larga experiencia de vida religiosa. Este hombre se llamaba Félix Calle y siempre he recordado con agradecimiento el mensaje clarificador que me dejó en el curso de aquella entrevista.

          A pesar de las deficiencias pedagógicas que por aquellas calendas estaban en vigor en la casa de noviciado, el balance final fue positivo y no dudé en comprometerme formalmente con la Orden Dominicana por dos años, siguiendo la normativa canónica en vigor, antes de hacer la opción de vida de una forma definitiva. Durante aquel año conocí más a fondo la entraña de la Orden de Predicadores como proyecto de vida y las imperfecciones y debilidades de las personas me parecían meras anécdotas para contar. Ese proyecto de vida estaba sabiamente diseñado en las Constituciones que yo leía y escudriñaba con placer en lengua latina sin olvidar el testimonio histórico de hombres y mujeres pertenecientes a la Orden Dominicana que a lo largo de la historia contribuyeron a lo mejor y más noble de cuanto existe en la civilización occidental. Domingo de Guzmán, Alberto Magno, Tomás de Aquino y una legión de misioneros y mártires que por amor dejaron el pellejo predicando el Evangelio de Cristo era todo un patrimonio de humanidad que estaba en mis manos y valía la pena hacer cualquier sacrificio para no perderlo. Esto es lo positivo y decisivo que quedó en mí de aquel año experimental en Ocaña quedando todo lo demás reducido al capítulo de las anécdotas, graciosas unas y prosaicas otras. 

 

          4. Balance global de esta  etapa vital


          El balance positivo de esta etapa de mi vida está vertebrado por algunos descubrimientos importantes. Por ejemplo, el descubrimiento de la sabiduría de la naturaleza en contacto directo con ella. Aquella zona geográfica de la sierra de Gredos fue para mí una escuela de sabiduría sin darme cuenta de ello. El contraste de las estaciones, el murmullo de los arroyos, la siembra, cultivo y recolección de los productos básicos de la tierra para sobrevivir, las montañas y los valles, los lobos y las ovejas, los mugidos de las vacas, el canto y los graznidos de toda suerte de pájaros y aves silvestres constituyeron una fuente permanente de sabiduría pegada a la realidad. Sin olvidar el espectáculo de las nevadas y de las tormentas, o de los incendios que asolaban los cerros sin compasión. La naturaleza invitaba lo mismo a la esperanza que a la desilusión. El tiempo favorable para los pastos y las buenas cosechas invitaba a la esperanza. Pero las tormentas con truenos, rayos y pedrisco infundían miedo y desconsuelo. En medio de esos contrastes de la naturaleza aprendí a meditar sobre la vida y la muerte, a razonar y comprender la realidad, todo lo cual me ayudó a buscar el sentido último de la vida en los supremos valores de la trascendencia más allá de horizontes meramente terrenales y efímeros.

          El contacto directo con la naturaleza en aquella zona montañosa de la sierra de Gredos, bajo la amorosa tutela familiar, y el apoyo de la Iglesia como referente de la trascendencia me curtió con un baño permanente de realidad. Por eso tal vez yo necesitaba salir de aquel recinto estrecho en busca de esa parte de realidad que echaba de menos. Mis padres hicieron un sacrificio generoso para satisfacer mis nobles aspiraciones y me ofrecieron la oportunidad de probar ventura en la Orden Dominicana.

          Durante los años de estudiante en los colegios descubrí el valor de la persona humana amenazada por los sistemas educativos en masa y despersonalizados. Por otra parte, el ambiente político y social de la época no favorecía el tipo de educación que yo necesitaba y buscaba. Con el paso del tiempo he comprendido que aquellos profesores y educadores eran también ellos víctimas del contexto sociocultural del momento. Por ello nunca he dudado de su buena voluntad ni he tenido que hacer mucho esfuerzo para entender y disculpar sus limitaciones pedagógicas. Descubrí también a la Orden de Predicadores como el nuevo hogar en el que se iban a realizar mis mejores sueños. A la edad de setenta y tres años me siento feliz de haber escalado lo más importante de la cuesta de mi vida como miembro vivo de la Orden de Predicadores al servicio incondicional de quienes han requerido de mí orientación en la búsqueda del sentido de la vida, o simplemente alivio y consuelo para vivir con un mínimo de felicidad y dignidad personal en este mundo.

 

   

CAPITULO II

 

PROBLEMAS DEL CORAZÓN Y LUZ DE LA INTELIGENCIA

(1956-1968)

 

         1. Inicio de los estudios filosóficos en Ávila

        

         Por fin llegué a Ávila para comenzar los estudios de filosofía que se completarán después con otros cuatro de teología como mínimo. Era el curso académico 1956/1957. Me fascinaba el estudio de la filosofía que asociaba a mis propios pensamientos e ideales y había llegado el momento de afrontar académicamente esos estudios misteriosos e intrigantes. Las nociones previas que habíamos recibido de filosofía no eran envidiables pero suscitaron en mí un interés apasionado por descifrar los secretos del pensamiento humano. Por otra parte, la presencia de los estudiantes de los cursos superiores, avezados ya a las discusiones dialécticas, era un estímulo añadido. En las clases los profesores seguían un libro de texto escrito en latín en un estilo condensado, oscuro y muy difícil de entender. Tenía todas las cualidades menos la de ser un libro de texto pedagógicamente recomendable para entusiasmar a nadie con el estudio de la filosofía. Con la circunstancia agravante de que, aparte alguna honrosa excepción, tampoco los profesores eran estrellas en su forma de enseñar.

         La primera clase de filosofía, de acuerdo con el horario académico establecido, correspondió a un profesor que era buenísimo como persona pero con una tara psicológica que se traslucía implacablemente en su forma de pensar y de expresarse. Luego fueron apareciendo otros que tampoco puede decirse que brillaran por sus dotes pedagógicas para entusiasmar a unos jóvenes como nosotros con el estudio de la filosofía. Sin olvidar que las lecciones magistrales de las asignaturas troncales se impartían en latín. Igualmente se celebraban en latín los exámenes escritos y orales así como los trabajos prácticos.

         A pesar de todo terminé el primer curso de filosofía con una satisfacción profunda por haberme adentrado en el campo de la filosofía hablando y escribiendo en la lengua de Cicerón y haber obtenido unas calificaciones excelentes, cosa que no esperaba y atribuí más a la generosidad de los profesores que a los conocimientos filosóficos que yo había adquirido. Cuando todo hubo concluido y comenzamos las vacaciones estivales, me tumbé a la sobra de un árbol del jardín del convento de Sto. Tomás mirando al cielo azul y rumié con el pensamiento aquel final feliz de mi primer curso de filosofía. Había superado la barrera del latín y había logrado unas calificaciones académicas sorprendentemente buenas. Poco importaba si había aprendido mucho o poco. Lo importante era que me sentía capaz de roer el duro hueso de la filosofía y cualquiera otro que hubiera que roer intelectualmente en el futuro.

         Durante el segundo curso las cosas no cambiaron mucho. Eran casi los mismos profesores y alguno más con sus métodos pedagógicos muy discutibles y limitaciones personales. La novedad mayor fue que el profesor de metafísica a medio curso cayó gravemente enfermo y fue sustituido por el mismo que nos había impartido la primera clase el curso anterior. Con lo cual una disciplina filosófica tan importante como la metafísica quedó mal cubierta.

         Durante este segundo curso académico estaba establecido que cada estudiante debía redactar una pequeña tesis o trabajo sobre un tema filosófico como ejercicio práctico de investigación. La idea era estupenda pero el profesor que debía dirigir el trabajo me pareció pedagógicamente un desastre. El tema que el profesor nos propuso para ser desarrollado se titulaba así: De quidditate proprietatum entis in genere. Le pedimos alguna aclaración sobre su propuesta y la respuesta fue que disponíamos de una semana para entregarle cada cual nuestro propio borrador para ser aprobado antes de que realizáramos la redacción final del mismo. Por lo que a mí se refiere recuerdo que realicé el trabajo sin entender realmente de lo que hablaba pero redactado en un latín muy cuidado por lo que el profesor me felicitó por mi manejo de la lengua del Lacio.

         Durante estos dos años de estudios filosóficos descubrí sobre todo la importancia de aprender a razonar bien. Como fallos o defectos de aquellos profesores yo destacaría su falta de formación pedagógica por lo que al escucharlos uno estaba tentado a pensar que lo que decían no tenía relación con la realidad. Explicaban conceptos abstractos elaborados por otros como doctrinas que había que aprender más que como realidades que había que afrontar o vivir. De todos modos este escollo ha sido siempre uno de los retos mayores en la enseñanza de la filosofía. Por otra parte, durante el segundo año en Ávila el Centro fue elevado a la categoría de Instituto Pontificio de Filosofía, Agregado a la Universidad de Santo Tomás de Manila, con capacidad para impartir el título de Licencia en Filosofía.

         Por otra parte, como complemento de los estudios filosóficos, comenzamos a ejercitarnos en la realización y difusión de programas de radio bajo la dirección del P. Florencio Muñoz Hidalgo, el cual era un experto avanzado de la comunicación social ya en aquellos tiempos. Para ello disponíamos de una pequeña emisora radial que fue un verdadero laboratorio para ejercitarnos en la redacción de programas radiofónicos y en su difusión por las ondas. En el año 1956 este complemento de estudios significaba un avance espectacular en la formación de los futuros predicadores y comunicadores dominicos. Por si esto fuera poco los estudiantes disponíamos de la revista Oriente para la difusión escrita de nuestros trabajos realizados bajo la tutoría de algún profesor.

 

         2. Inicio de los estudios teológicos en Madrid

        

         En septiembre de 1958 todos los estudiantes de Filosofía y Teología nos trasladamos a Madrid para proseguir allí nuestros estudios en el moderno y popular convento que terminaba de ser construido en la periferia de la capital de España. Por su ubicación en la vieja carretera que unía la capital con el viejo pueblo de Alcobendas, se popularizó el nombre de Los Dominicos de Alcobendas como referencia que facilitaba el acceso al nuevo convento. Su arquitectura moderna y funcional llamó mucho la atención y la Iglesia ganó el premio internacional de arquitectura religiosa moderna. Por otra parte al Instituto de Filosofía, que procedía de Ávila, se añadió el Instituto de Teología, ambos Asociados a la Universidad de Santo Tomás de Manila. A partir de este momento el Centro de Estudios de la Orden de Predicadores empezó a ser conocido oficialmente como Institutos Pontificios de Filosofía y Teología Santo Tomás Agregados a la Universidad de Sto. Tomás de Manila. Con esta nueva singladura el Centro se convirtió en un lugar de referencia intelectual importante en Madrid y por allí empezaron a desfilar personalidades relevantes de la ciencia y de la cultura.

         Para el propósito de mi trayectoria intelectual me es grato recordar de modo muy especial al prestigioso médico y humanista Gregorio Marañón y al filósofo Xavier Zubiri. Con el primero, que se dejó ver en la misa dominical y saludó muy cordialmente a los frailes, se había programado una jornada de coloquio con los estudiantes pero desgraciadamente falleció una semana antes de la fecha elegida para el deseado encuentro en 1960.

         Con Xavier Zubiri, en cambio, tuvimos suerte y celebró con nosotros una histórica conferencia con motivo de la festividad de Santo Tomás, seguida de un coloquio que dejó en mí una huella profunda. El acontecimiento es evocado en la obra “Xavier Zubiri. La soledad sonora” con estas palabras: “El 8 de marzo, fiesta de santo Tomás de Aquino, Xavier Zubiri imparte una conferencia titulada “Utrum Deus sit” [Si Dios existe], en el Estudio General que los Padres Dominicos tienen en Alcobendas, cerca de Madrid. En ella hace una valoración de las pruebas tomistas de la existencia de Dios. Pero, antes, insiste en reflexionar sobre «el porqué y el cómo de la pregunta del hombre actual acerca de Dios», pues la historia modula las nociones y el hombre creyente de hoy tiene sus propias inquietudes.

         Citando un ejemplo de santo Tomás («conocer que alguien viene, no es conocer a Pedro, aunque sea Pedro el que viene»), Zubiri sostiene que para el hombre contemporáneo la primera inquietud es saber «si efectivamente hay alguien que viene, antes de averiguar quién es el que viene». El planteamiento riguroso del problema de Dios exige hoy «un análisis más o menos largo y reflexivo de la simple intelección». Las cinco Vías de santo Tomás podrían tener luego algún valor como esfuerzo de la razón demostrativa. Pero, en todo caso, «más que demostrar a Dios, demuestran la existencia de una realidad de la que después habrá que ver si tiene los atributos que todos otorgamos a Dios. [...] .

         Suponiendo que se haya demostrado, no ya ante el metafísico, sino ante un público que cree en religiones distintas, la existencia de una “causa prima”, la pregunta es inexorable: esa causa primera ¿es Yahvé, es el Padre Eterno del Evangelio, es Júpiter o es Varuna?». Al Dios cristiano «no se llega sino por una forma distinta de razón, que no es la razón de lo racional, sino la razón de lo razonable». Por experiencia estricta el hombre ha ido, como dice san Pablo, «tanteando a la Divinidad, buscándola, hasta tropezar con ella y encontrarla», a lo largo de ese inmenso catecumenado teológico que ha constituido la historia de la religión cristiana desde Abraham hasta la muerte del último Apóstol. Y lo que ha encontrado es un Dios amor que está allende la necesidad y la contingencia”.

         El diálogo que siguió a la exposición resultó dinámico y dialécticamente magistral entre Zubiri y algunos profesores del Centro. Por una parte, el mero hecho de invitarle fue un gesto por parte de los Dominicos de apertura intelectual y comprensión hacia un personaje como Zubiri cuyo drama personal y trayectoria intelectual es magistralmente descrito en la obra citada. Sobre todo si tenemos en cuenta que por aquellas fechas se había desatado la famosa ofensiva contra el pensamiento de José Ortega y Gasset protagonizada por el dominico Santiago Ramírez. Para mi aquel encuentro con Zubiri fue muy estimulante como se deduce de lo que digo a continuación.

         Entre los diversos y solemnes actos académicos que tradicionalmente se celebraban en el Estudio General uno de ellos consistía en que un estudiante pronunciara una conferencia asesorado y guiado por un profesor. Pues bien, el curso académico 1959/1960 recibí yo el encargo de preparar y pronunciar el tradicional discurso ante los estudiantes y profesores del Centro sobre el tema “Filosofía de la personeidad”. Este término lo había utilizado Zubiri en su conferencia con gran sorpresa mía y esa fue la razón que me llevó a precisar el significado del mismo comparándolo con otros conceptos de la metafísica clásica.

         Terminado el acto académico un estudiante de teología me felicitó diciendo que había demostrado cualidades para ser fichado como futuro profesor de metafísica. El texto de ésta mi conferencia primigenia fue revisado y publicado en la revista Oriente, que, como queda dicho, era el órgano de expresión de los estudiantes. En nota a pié de página declaraba yo la autoría del término con referencia al histórico encuentro personal con Zubiri. Así fue mi primer “debut” como escritor. La publicación de este pequeño artículo fue el inicio de una experiencia feliz que se iba prolongar a lo largo de toda mi vida. El año 2006 la Fundación Xavier Zubiri publicó en Alianza Editorial la obra del filósofo con el título: Xavier Zubiri. Escritos menores (1953-1983). Y constaté con gran satisfacción cómo la obra está encabezada por el texto original completo de la histórica conferencia sobre la existencia de Dios.

         Veinte años más tarde recordábamos los dos con nostalgia en su despacho de Madrid aquella fecha memorable y le informé sobre mi artículo inspirado en el término personeidad que él había utilizado en su conferencia. Con esta ocasión me dijo en tono confidencial que se le ocurrió utilizar ese concepto reflexionando sobre la Eucaristía y que lo comentó con su amigo el cardenal Pacelli, futuro Pío XII, al cual le pareció muy bien. Nuestros contactos posteriores fueron relativamente frecuentes por teléfono y sobre todo con motivo de la presentación regular de sus libros. En una ocasión me dijo que tenía mucho interés en que a esos actos públicos asistieran teólogos. Pero me parece interesante destacar dos de nuestros encuentros personales. Durante uno de ellos se confidenció mucho conmigo.

         Por una parte me aconsejó que no debía yo alejarme de la Universidad Complutense considerando que, dada mi vocación y amor a la reflexión filosófica, era bueno que estuviera presente en esa institución pública tan importante. Fue éste un consejo que no olvidé después. También me habló del cuidado que hemos de tener en no escandalizar a los débiles con nuestras opiniones y formas de pensar. Observación que ilustró con un ejemplo práctico en el que un sobrino suyo cuando era de corta edad le hizo una pregunta relacionada con la Biblia. Y como su salud empezaba a flaquear, hablamos de la muerte. Me dijo que la última vez que hubo de ser internado en el hospital se vio obligado a ponerse al día sobre el tema de la muerte. Hasta entonces había estado convencido de que estaba preparado para afrontar la situación cuando llegara el momento, pero al ver que la muerte llamaba ya con insistencia a su puerta, sintió la necesidad de ponerse de nuevo al día.

         Una cosa es reflexionar sobre la muerte mientras la contemplamos como algo todavía muy lejano a nosotros, y otra, muy distinta, cuando se encuentra ya a la puerta de nuestra casa dispuesta a segar nuestra vida. De hecho la muerte nos pilla a todos por sorpresa y nunca podemos presumir de que estamos suficientemente preparados para encararnos con ella y Xabier Zubiri en esto no fue una excepción.

         El otro encuentro personal que me parece oportuno recordar tuvo lugar así. Yo impartía a la sazón un curso académico de Ontología y, obviamente, era inevitable que el nombre de Zubiri fuera evocado antes o después. Mis alumnos tenían una idea casi mítica del gran filósofo al que consideraban poco menos que inaccesible. Un buen día les pregunté si tenían interés en hablar con él personalmente y quedaron muy sorprendidos por mi pregunta. Les dije que, si les parecía bien, una tarde podíamos ir a conocerle en su propio despacho de Madrid.

         Dicho y hecho. Le llamé por teléfono y con inmensa alegría programamos la visita en su despacho de trabajo en Plaza del rey en el corazón de Madrid. Nos esperaba en la puerta del ascensor. Al salir nos fundimos en un abrazo y los estudiantes no salían de su asombro al constatar que quien con tanto cariño y alegría nos recibía era el mismísimo y mítico Zubiri en persona. Inmediatamente nos sentamos y le presenté a mis alumnos, que estaban radiantes mirando a aquel anciano cariñoso y entrañable. Fue una hora llena de vida durante la cual los estudiantes fijaron más su atención en la felicidad personal que irradiaba aquella inteligencia gigante en un cuerpo pequeño de estatura que en lo que decía. Fue una clase testimonial de cómo un hombre puede ser feliz buscando la verdad última de todas las cosas, y de modo especial las que se refieren a Dios. Terminado el encuentro nos despedimos pero la sorpresa fue aún mayor cuando los estudiantes se percataron de que él, el mismísimo Xavier Zubiri, se dirigía como un hombre cualquiera a tomar el autobús para volver a su casa.

         El 23 de septiembre de 1983, mientras yo volvía a Madrid desde Santiago de Chile, Carlos Castro presidía la misa concelebrada con otros cuatro sacerdotes por el eterno descanso de Xavier Zubiri. No llegué a tiempo ni para acompañarle en los últimos momentos de su vida ni para participar en la histórica concelebración eucarística por su eterno descanso. Bienaventurados los que buscan a Dios mediante la inteligencia porque le encontrarán. Xavier Zubiri le buscó con la inteligencia y el corazón por lo que estoy seguro que le ha encontrado y de lo cual me alegro también de corazón. Pero volvamos a mis años de estudiante de filosofía y teología en Madrid.

         Como he dicho, la revista Oriente fue el primer podium de mi pensamiento escrito. Era una revista interna de los estudiantes pero se imprimía y publicaba como cualquiera otra revista abierta a todos los públicos. De hecho disfrutaba de prestigio entre las revista de su género y en la práctica era leída con el mismo interés o mayor que otras de mayor rango institucional. Nunca he sabido quién tuvo la iniciativa de crear dicha revista pero con el paso del tiempo es claro que la iniciativa fue digna de todo elogio. Para mí fue un estímulo permanente durante la época de estudiante. Yo no había recibido ninguna formación literaria pero tuve pronto conciencia de la importancia de la comunicación escrita y de la que hablaré en algún momento más adelante. De ahí mi agradecimiento a quienes me facilitaron ese medio para entrenarme en los avatares de la comunicación escrita de mi pensamiento.

         En Madrid terminé el curso tercero institucional de filosofía con el título de Bachiller. Más tarde obtuve también el título de Licenciado en Filosofía. Pero antes tuve que superar cinco cursos institucionales de teología y me interesa mucho hablar aquí del significado que tuvo para mí el paso de los estudios institucionales de filosofía pura, como se decía entonces, al estudio de la teología.

         Por aquella época los estudios filosóficos institucionales en la Orden dominicana duraban tres años bien aprovechados que en nuestro Centro culminaban con el título de Bachillerato en Filosofía. Conviene resaltar que durante esos tres años no se mezclaban disciplinas teológicas y filosóficas con lo cual la mente era sometida a un ejercicio racional riguroso acostumbrándose al manejo de los datos científicos y de las argumentaciones racionales relegando a un segundo plano los argumentos inspirados o motivados por la autoridad moral.

         Al pasar de los estudios filosóficos a los estudios teológicos se producía una crisis muy comprensible porque la metodología teológica invierte el orden de factores atribuyendo valor decisivo a la autoridad de la revelación cristiana dejando en segundo plano a las razones científicas y argumentaciones inspiradas en la sola luz de la razón humana. Y como no todos los profesores de teología sabían encontrar el equilibrio deseado entre esos dos niveles de conocimiento, los alumnos acusábamos inmediatamente el golpe, lo que daba lugar a discusiones interesantes y clarificadoras pero también a confusiones lamentables debido a la confrontación metodológica en la manera de abordar los problemas.

         Para mí este choque psicológico resultó muy positivo y fecundo gracias al contacto directo con la Suma Teológica de Santo Tomás. Pronto me di cuenta de que el presunto conflicto entre los postulados de la fe cristiana y los postulados de la ciencia y de la reflexión filosófica era más imaginario que real, debido a intereses ajenos a la búsqueda de la verdad y a falsos planteamientos del problema por parte de los académicos. Con el paso del tiempo el tradicional problema fe/razón se fue desvaneciendo ante mi convencido de que una cosa es la realidad y otra la percepción que cada uno tiene de la misma.

         Por otra parte, la calidad  pedagógica predominante del profesorado, con algunas honrosas excepciones, y de los responsables religiosos del Centro no era, en mi opinión, la más recomendable, pero se respetaba la libertad interior y la autonomía inteligente y respetuosa de las personas, que no es poco. Yo me acogí a ese respeto y me fue muy bien. Con el avance en los estudios y la propia experiencia personal cada vez sentí menos la necesidad de consultar con las autoridades de turno sobre mis problemas personales, lo cual me dio buenos resultados. Este carácter independiente fue, creo yo, una de las causas por las que yo era ya objeto de fobias y simpatías al mismo tiempo entre los profesores y educadores oficiales del Centro.

         Según me informó una autoridad académica, que me profesaba aprecio indiscutible, el proyecto de que yo fuera enviado a terminar la carrera de teología en Alemania fue boicoteado por el profesor de metafísica y sus afines que no se fiaban de mí. La discusión en el Consejo de profesores debió ser tensa pero llegaron a un acuerdo retrasando ese proyecto para más tarde en atención a mi estado de salud que convenía no forzar. La autoridad académica, Miguel Crescente, que me informó de lo ocurrido, trató de restar importancia a lo ocurrido y se mostró esperanzado en que llegara pronto el momento oportuno para que me enviaran a terminar mis estudios de teología en París.

         Yo no di importancia al incidente y lo interpreté después como algo providencial ya que el estado de mi salud se fue deteriorando y el traslado a Alemania no hubiera contribuido a mejorar mi situación personal. Así las cosas, con el Bachillerato en Filosofía en mis manos y un año de teología bien aprovechado volví a Ávila. La historia de estos cambios entre Ávila y Madrid pertenece a otro capítulo de carácter administrativo y al nuevo clima creado por el Concilio Vaticano II que algunas autoridades religiosas y académicas no terminaban de comprender en su justa medida. Ese nuevo clima dio lugar a muchas confusiones pero para mí fue favorable.

        

         3. Retorno a Ávila y problemas con la salud

        

         Los cursos académicos 1960/1961 y 1961/1962 tuvieron lugar en Ávila. Desde el punto de vista de mi evolución intelectual no hubo grandes novedades pero sí algunas experiencias dignas de recuerdo. Por una parte me sentía cada vez más satisfecho de mis progresos intelectuales pero mi salud se deterioraba sensiblemente. Uno de los profesores de Teología, que Hipólito Fernández se llamaba, se percató de mi eficiencia intelectual y del estado precario de mi salud. Por ello no dudó en dejar a mi libre albedrío y responsabilidad  la decisión de no asistir a sus clases cuando yo lo considerara conveniente.

         Por otra parte, alguien me había informado de que el profesor de Derecho Canónico sostenía una opinión sobre la disciplina de las Horas Canónicas que me afectaba directamente y con la que yo, por sentido común, no estaba de acuerdo. Cuando tocó el turno académico le propuse hacer una investigación sobre el c.135 del antiguo Ius Canonicum, lo cual le pareció muy bien. Leyó atentamente el trabajo y lo galardonó con la máxima calificación, pero yo no le dije nunca que había elegido ese tema intencionadamente con la esperanza de desautorizar su opinión. Conocidas sus formas de ser y de pensar me pareció que lo más prudente era no confesarle mis intenciones.

         El primer año al regreso de Madrid los estudiantes vivíamos en el antiguo, ruinoso y desangelado pabellón mientras se terminaba de construir uno nuevo. El traslado se produjo pronto pero ello no contribuyó nada a mejorar mi salud a la deriva. Algunas noches, al terminar la cena, le decía confidencialmente a mi compañero más cercano que si por la mañana del día siguiente no aparecía a la hora normal, entrara en mi habitación para cerciorarse de que yo estaba todavía vivo. Muchas noches me retiraba a dormir con la convicción de que podía ser la última.

         Las cosas fueron a más y un día decidí marchar a Madrid en busca de mejor suerte y la tuve porque me encontré con el Dr. D. Enrique García Ortiz, todo un caballero y cardiólogo cirujano de vanguardia. Ya había operado a un compañero mío en situación crítica y no dudé en dirigirme a él. Fue un encuentro feliz porque, además de salvar médicamente aquella situación extrema, se convirtió en uno de mis mejores amigos. Durante algún tiempo no cobró nada por las consultas que le hacía. Más tarde, cuando su situación económica vino a menos, sólo cobraba el cincuenta por ciento de la tarifa establecida. Prologó un pequeño libro mío y me invitaba con su esposa a cenar para mantener viva nuestra amistad y mutua admiración. En una ocasión me habló abiertamente de la situación crítica en que me encontró el primer día que me recibió en su consulta. De hecho, algunas señoras que esperaban el turno de su visita en la sala de espera me miraban compasivas y comentaban en voz baja: “¡Mira ese joven, qué malito debe estar”!

         Como recuerdo nostálgico de esa época me agrada hacer saber que siempre conservé la afición por la música y el manejo del órgano si bien eran más las ganas que yo tenía de aprender a tocarlo que mis dotes para ello, como se demostró después con el tiempo. Pero esta es otra historia. Lo cierto es que había en la isabelina Iglesia del convento de Santo Tomás un antiquísimo órgano de tubos abandonado. Durante un duro invierno otro estudiante y yo nos dedicamos a repararlo durante los tiempos de descanso sin que nadie lo supiera hasta que un buen día sorprendimos a todos haciéndolo sonar. Mi compañero daba aire manualmente con el fuelle y yo tocaba. Fue como si un muerto hubiera resucitado para alegría de todos. Pero todo nuestro gozo en un pozo. Durante mi estancia en Valencia restauraron el coro y desguazaron el viejo órgano, el cual, aunque no sonara, era una belleza decorativa en el conjunto arquitectónico isabelino. Cuando vuelvo por allí no puedo evitar que mis ojos queden fijos en el lugar del que fueron arrancados sin compasión aquellos preciosos tubos de los que en tiempos pasados habían salido tan agradables sonidos.

         Un buen día de septiembre de 1962 me comunicaron que debía trasladarme al Estudio General de Valencia para continuar allí mis estudios. Después supe que antes de esta decisión por parte de las autoridades religiosas y académicas, se había tomado otra, según la cual debía trasladarme a la Universidad de Santo Tomás de Roma (Angelicum). De hecho allí estaba reservada ya mi habitación. La decisión de que fuera a Valencia provenía de España y esta es la que se cumplió. En todo este asunto tuvieron presente, por una parte, mi vocación intelectual y, por otra, mi estado de salud precario. Por ello mis autoridades en España descartaron París y Roma y me mandaron al Estudio General de Valencia. Una decisión que con el paso del tiempo se consolidó como la mejor de todas ya que por aquellas calendas yo me encontraba condicionado principalmente por la evolución de mi estado de salud.

         4. Final de los estudios teológicos  en Valencia

        

         Mi diagnóstico cardíaco fue claro y contundente. Sufría una lesión severa en la aorta con riesgo de que terminara con mi vida en cualquier momento sin alternativa quirúrgica de inmediato. En esta situación y bajo el control permanente del Dr. Enrique García Ortiz, marché al Estudio General de Valencia para incorporarme al curso académico 1960/1961. A pesar de las limitaciones impuestas por mi estado de salud fueron tres años muy felices. La llegada al Estudio General de Valencia significó una etapa nueva muy positiva de mi vida intelectual. El ambiente reinante allí era muy bueno. Encontré profesores mediocres, ciertamente, pero había algunos excelentes y en sintonía con el Concilio Vaticano II. Algunos de ellos eran peritos conciliares y asesores asiduos de obispos. Por otra parte, la Iglesia del convento dominicano era un foro de predicación cualificada con mucho prestigio. Se respiraba el ambiente de inquietud teológica y proyección pastoral. Paradójicamente la situación económica de la casa dejaba mucho que desear. Vivíamos con pobreza material y riqueza intelectual cualificada. Comíamos, vestíamos y trabajábamos como pobres pero nos sentíamos intelectualmente ricos y como tales éramos considerados por la gente. En casa había un cuarto viejo que llamábamos biblioteca. La penuria de libros era proverbial. Cuando se pudo comprar la Patrología Latina de Migne el hecho se celebró como un acontecimiento histórico relevante para el Estudio General.

         Había un ambiente estupendo de investigación teológica y predicación. Lo cual no quiere decir que todos allí fueran teólogos y predicadores famosos. Había personas excelentemente cualificadas para la investigación teológica y la predicación escrita pero no para la predicación oral al pueblo. Por el contrario, había también otras personas menos cualificadas para la predicación escrita u oral pero rayando en lo heroico en la predicación testimonial. Lo interesante era cómo en aquella casa de estudios todos esos aspectos existían, no como paralelos o excluyentes unos de otros, sino como complementarios. Cada cual respetaba el campo de especialización de los demás y todos ellos juntos formaban una comunidad ejemplar de intelectuales y predicadores.

         Mi llegada al Estudio General de Valencia significó para mí una etapa de mi vida muy interesante. Todos eran conscientes de mi delicado estado de salud y a la vez de mi vocación intelectual. Desde el primer momento me sentí tratado como una persona adulta y responsable y no como un número más dentro de un colectivo humano. Con el paso del tiempo entendí que la opción por Valencia en lugar de Colonia, París o Roma fue un acierto.

         Como recuerdos agradables de mi paso por el Estudio General de Valencia me es grato destacar los siguientes. Había algunos profesores académicamente mediocres pero otros eran excelentes y todos ellos tenían algún rasgo personal edificante. En las clases fuertes de Teología usábamos la Suma de Santo Tomás pero los profesores sabían leerla y comentarla con objetividad y sentido creativo. Con la lectura directa de la Suma aprendíamos a reflexionar y a ordenar el pensamiento y sobre esta base los profesores planificaban sus programas adaptados a la vida real. Unos lo hacían con mayor competencia que otros pero esta diversidad lejos de ser empobrecedora facilitaba el contraste de calidad en la enseñanza.

         Para mí el maestro en este asunto fue Emilio Sáuras. Lo mismo por su modo de leer e interpretar a Santo Tomás como por su trato exquisito y edificante en las consultas privadas. Primero escuchaba con tranquilidad y placer cuanto se le decía y después razonaba sus puntos de vista como de igual  a igual. Durante el diálogo uno se sentía como elevado a su propio nivel intelectual por obra y gracia de su forma de trato y de desarrollar el discurso.

         Al poco tiempo de iniciar el curso académico me tocó el turno de exponer en clase el contenido de un artículo de la Suma Teológica. Durante mi exposición me escuchó sin pestañear y al terminar hizo unas matizaciones magistrales para entender y comprender mejor el problema planteado y se olvidó de mí durante el resto del curso académico. Eso sí, al final me dio una calificación excelente. En realidad la clase no terminaba allí. Había otras actividades que él evaluaba y tenía muy en cuenta a la hora de calificar académicamente. Por ejemplo los diálogos informales y privados que con él eran siempre de altura y calidad intelectual.

         La parte académica menos favorecida fue sin duda la que se refiere a la Sagrada Escritura. Los profesores de esta importante disciplina que había en aquél momento eran personas excelentes pero ocupados en actividades pastorales muy encomiables que no les permitían disponer del tiempo necesario para preparar e impartir sus clases con la deseada competencia. En cualquier caso todo quedaba en casa porque en la Iglesia de Predicadores los servicios pastorales eran excelentes y públicamente reconocidos como tales. Allí se llevaron a cabo reformas litúrgicas muy sabias, incluso antes de ser prescritas por el Concilio Vaticano II. Los Domingos y fiestas por la tarde mucha gente acortaba su fin de semana para volver a casa y oír en directo las breves e iluminadoras homilías que se pronunciaban en la Iglesia de Predicadores.

         Mis relaciones con los compañeros estudiantes en el Estudio General de Valencia fueron inmejorables. De hecho me sentí en todo momento apreciado y admirado por todos ellos. Recuerdo que había un Mural interno dirigido por uno de los estudiantes en el cual éstos se desahogaban exponiendo sus puntos de vista sobre la marcha de los estudios, la calidad de los profesores y de las decisiones emanadas de los órganos de gobierno de la casa. Como no podía ser de otra manera, lo más interesante del Mural era su apertura a la libertad de expresión y la crítica en clave de humor. Un buen día me llamó el Maestro de Estudiantes y me hizo unas reflexiones sobre el tono crítico vertido en algunos de los artículos del Mural. Convencido de que el tono crítico de los mismos era excesivo propuso que me encargara yo de la dirección del mismo para introducir un tono de moderación. Podía haber declinado fácilmente su propuesta pero la acepté convencido de que los estudiantes iban a recibir el cambio con gusto sin necesidad de entrar en conflicto con el Maestro de Estudiantes.

         Pero el tono crítico no disminuyó e incluso se incrementó bajo mi dirección. La verdad es que yo no veía por qué se alarmaba el Maestro de Estudiantes ante aquellas críticas. De hecho alguno de los artículos en cuestión lo había escrito yo mismo. Los estudiantes encontraban una válvula de escape inocente a sus inquietudes al tiempo que con su sinceridad ayudaban a los profesores y educadores a tratarlos con corrección evitando o razonando más y mejor sus decisiones sobre la marcha de los estudios.

         Pero un día me llamó el Maestro de Estudiantes y, sin sospechar él para nada que yo era partidario de esa apertura crítica del Mural, me habló de suspender su publicación. Le dije que si creía conveniente hacerlo que lo hiciera, ya que tampoco se perdía nada del otro mundo. Y así terminó el Mural de forma pacífica pues yo mismo me encargué de que los estudiantes aceptaran la decisión de clausura sin traumas ni enfrentamientos con el Maestro de Estudiantes. 

         Mi carrera institucional en Valencia terminó con la ordenación sacerdotal y el título académico de Lector en Teología. Era un título muy honroso que se concedía en la Orden de Predicadores a los que se iban a dedicar a la investigación y la enseñanza de la filosofía o de la teología. Requisitos indispensables para la obtención del mismo eran la redacción y aprobación de una tesis escrita bajo la dirección de un profesor, y la superación de un examen público oral ante un tribunal formado por cinco profesores. De hecho este título equivalía prácticamente a un Doctorado fuera de las instituciones académicas de la Orden de Predicadores.

         Con las reformas del concilio Vaticano II este título se suprimió siendo sustituido por la Licenciatura y el Doctorado. El título de mi tesis de Lector fue La inhabitación del Espíritu Santo según S. Agustín, bajo la dirección del Maestro Marceliano Llamera. Aprobada la tesis sin dificultad fue publicada después, como consta en el currículo. Esta primera aproximación directa y en profundidad a los escritos de S. Agustín me abrieron la pista para ulteriores trabajos de especialización en el pensamiento del Hiponense.

         Por lo que se refiere al examen oral diré que duró dos horas y media durante las cuales los cinco profesores que formaban el tribunal se distribuyeron el tiempo para poner a prueba al candidato formulándole preguntas en torno a cien tesis previamente aprobadas por las autoridades académicas. Fue una experiencia muy grata ya que el examen se convirtió en un diálogo de gran altura entre los profesores y el examinando tomando como ocasión los diversos problemas filosóficos y teológicos reflejados en las tesis del programa.

         Pero lo más grato de esta experiencia fue cuando tomó la palabra el Maestro Emilio Sáuras, el cual se dirigió a mí en estos términos. He visto, me dijo en tono confidencial y amable, que en el programa hay algunos temas relativos a la fe por lo que supongo que los tienes bien estudiados. Yo, continuó, estoy en este momento estudiando también alguno de ellos como perito del Concilio y consultor de los Obispos españoles, y me gustaría conocer tu opinión al respecto. Seguidamente me informó sobre los términos en que le habían formulado la consulta episcopal y comenzó nuestro diálogo.

         Dos cosas me llamaron gratamente la atención durante el desarrollo del examen. En primer lugar, la maestría pedagógica de los miembros del tribunal formulándome sus preguntas de suerte que yo pudiera contestarlas con objetividad y con mi estilo personal de expresión. En segundo lugar, la forma en que se desarrolló el examen de modo que yo tuviera la impresión de que se trataba más de un debate abierto entre iguales que de evaluación pública de mis conocimientos. En estos detalles descubrí yo la maestría de aquellos profesores inolvidables.

         Al final de la sesión se reunieron para deliberar sobre mi actuación y a los pocos minutos el Maestro Marceliano Llamera, presidente del tribunal y director de mi tesis, convocó a la comunidad para felicitarme y hacer saber a todos que yo había superado el examen de Lector en Teología con la máxima calificación posible. Yo me sentía físicamente muy cansado pero moralmente feliz y agradecido por la bondad y generosidad de aquellos profesores y estudiantes con los que compartí un periplo esencial de mi vida. Abatido físicamente, pero no derrotado, había conseguido el Orden Sacerdotal y el honroso título de Lector en Teología, sin olvidar el aprecio y respeto profundos hacia mi persona por parte de todos los miembros de aquella comunidad dominicana de estudio y predicación. No podía pedir más y con este precioso equipaje me disponía a volver a Madrid. Los tres años de mi estancia en Valencia fueron muy ricos bajo todos los aspectos y sería largo hablar de todos ellos. Eso sí, quiero que al menos quede constancia histórica de mis sentimientos de gratitud. 

 

         5. Licenciatura en Filosofía e inicio de la docencia en Madrid

        

         Un buen día recibí la orden de trasladarme de Valencia a Madrid para incorporarme al curso académico 1965-1966. Obtenido el título de Lector en Teología en el Estudio General de Valencia y ordenado de sacerdote, las autoridades de turno decidieron dedicarme a la enseñanza de la filosofía. Por ello era indispensable que completara el Bachillerato en Filosofía con la Licenciatura. De acuerdo con este plan cursé el año de Licenciatura al tiempo que entré a formar parte del cuerpo académico del Centro como profesor de lengua latina. Fue así como me convertí en estudiante y profesor al mismo tiempo de los Institutos Pontificios. Innecesario decir que yo estaba encantado con este proyecto de futuro que garantizaba mi dedicación plena a la reflexión filosófica y el ministerio sacerdotal de forma compatible con las limitaciones personales impuestas por mi estado precario de salud. En la casa había algunas personas poco preparadas para encajar las reformas del Concilio Vaticano II pero ello no fue obstáculo para que se creara un ambiente propicio para asumir dichas reformas. En este sentido mi paso por el Estudio General de Valencia me ayudó mucho a sortear las dificultades del nuevo ambiente.

         Por otra parte yo seguí mi trayectoria de hombre respetuoso con las estructuras y las personas pero independiente en mis criterios y formas de pensar. Al mismo tiempo llegó de Superior de la casa un fraile que había consumido lo mejor de su vida en las misiones del Vietnam. Físicamente era un “don nadie” al que cualquiera estaría tentado a darle una limosna. Pero este hombre tenía una personalidad intelectual y moral muy destacada y pronto se generó una simpatía y aprecio mutuo. Su nombre era Teodoro González y fue un referente muy positivo para los jóvenes que afrontábamos nuestro futuro en un momento de la historia convulso y cambiante. El P. Teodoro fue poco después enviado a Chile en calidad de Provincial de los dominicos de aquel país andino y falleció en Venezuela.

         Al término del curso académico obtuve el título de Licenciado en Filosofía y quedé incluido en la programación del curso siguiente como profesor de Historia de la Filosofía. Mi tesis de Licenciatura fue dedicada al análisis del concepto de substancia en los escritos de S. Agustín. Durante la elaboración de mi tesis para el Lectorado en Teología, en Valencia, constaté el uso variado que el Hiponense hacía de ese concepto en sus reflexiones teológicas y me pareció oportuno seguir investigando el significado real que ese término capital recibía en los diversos contextos en que era utilizado por S. Agustín. Mi trabajo fue bastante pobre, como tesis académica, pero sirvió de esbozo de lo que después se convertiría en una tesis doctoral en toda regla. Y sobre todo fue una buena oportunidad para conocer a fondo los escritos más importantes de S. Agustín. A lo anterior hay que añadir mi primera experiencia como profesor. Empecé enseñando latín clásico y en concreto la Eneida de Virgilio. Yo no había recibido formación ninguna para enseñar esa disciplina y tuve que poner a prueba todo mi ingenio para no defraudar a los alumnos.

         Fue entonces cuando me di cuenta de los fallos de los profesores que yo había tenido de latín, lo cual me obligaba a no incurrir en sus defectos pedagógicos. En primer lugar traté de entender yo mismo el texto virgiliano para lo cual me guié por los consejos de un compañero que había estudiado lenguas clásicas en Salamanca con buenos conocedores del latín y de su estructura. Consciente de mi limitado conocimiento del idioma del Lacio y de la falta de preparación pedagógica para enseñarlo a otros, decidí estudiar en las clases una parte mínima del texto virgiliano aplicando rigurosamente los consejos recibidos de mi compañero. Me es grato recordar aquí que redacté una pequeña y elemental gramática en latín que los alumnos copiaron al dictado. Obviamente, el que más latín aprendió fui yo mismo, el profesor, que sabía poco más que los alumnos. Pero fue una experiencia feliz porque comprendí que sólo se sabe algo bien cuando uno es capaz de hacérselo saber con gusto y competencia a otros. A pesar de mis limitaciones personales quedaron buenos recuerdos en los alumnos. El uso del latín como lengua académica tocó a su fin y cabe pensar sin exagerar que las clases que yo impartí de lengua latina en latín fueron las últimas de la historia.

         El curso 1966-1967 significó mi inmersión plena y definitiva en las actividades académicas como docente de Historia de la Filosofía Antigua mientras mi predecesor obtenía el doctorado en Roma. Lo convenido era que cuando él terminara volviera a Madrid y yo me desplazara a Roma con el mismo objetivo. Pero por aquellos años surgían con frecuencia conflictos entre profesores y estudiantes en nuestro Centro y yo no podía ser una excepción. Para congraciarse con los estudiantes algunos profesores habían adoptado la política de aprobar a todos de forma casi incondicional. Yo, ingenuo, pagué la novatada y suspendí a alguno. La protesta no se hizo esperar y el Presidente de turno de los Institutos propuso a la autoridad competente que me ofreciera una alternativa honrosa a la de profesor de los Institutos en razón de mis presuntas cualidades intelectuales y morales. La autoridad de turno aceptó la propuesta y me escribió una carta en la que me informaba de la vuelta de otro profesor al Centro con lo cual yo ya no era necesario allí.

         Yo recibí la carta en Marsella y tan pronto volví a Madrid me personé ante el Superior para obtener la información adecuada. Simplemente le dije que había entendido el mensaje de su carta y sólo deseaba saber dónde estaba mi nuevo destino. Ante esta reacción mía me dijo que no decidiría mi nuevo destino hasta que yo mismo le hiciera la propuesta que más fuera de mi conveniencia y agrado. Seguidamente hizo un elogio de mis presuntas cualidades personales e insistió en que deseaba respetar por encima de todo mi voluntad y que actuaba por indicación del Prior Provincial y no por iniciativa propia. Al oír esto quedé muy sorprendido y le hablé de la orden que yo había recibido directamente del Provincial durante su visita canónica. La orden fue que el profesor Jesús Villarroel marchara a Roma a terminar su Doctorado en filosofía y que cuando él terminara regresara a Madrid para que yo me desplazara a Roma e hiciera lo mismo.

         Al oír esto el Vicario Provincial no supo dónde meterse. De entrada renunció a tomar una decisión sobre mi nuevo destino dejando el asunto en mis manos, esquivando así asumir la responsabilidad que le correspondía en el ejercicio de la autoridad. Por otra parte le había pillado en contradicción. En efecto, la iniciativa de alejarme del Centro de Estudios no había sido del Provincial sino del Presidente de los Institutos, y la decisión de poner en práctica tal iniciativa, de él en persona. Llegados a este momento me despidió diciendo que me olvidara de lo hablado con él y que siguiera estrictamente las directrices que yo había recibido del Prior Provincial. La carta en cuestión está archivada y es un modelo perfecto de astucia administrativa. A pesar de este incidente el proyecto de mi carrera intelectual continuó con toda normalidad. Por mi parte nunca le reproché esta contradicción ni él desaprovechó después ocasión para felicitarme por mis escritos y actividades académicas.

         El primer año de docencia de la filosofía significó para mí un reto importante. Comencé explicando Historia de la Filosofía Antigua sin más conocimientos que los adquiridos durante los años de estudiante y sin haber realizado estudios complementarios de especialización en la materia. Lo que sí tenía muy claro es que había tenido unos profesores de historia de la filosofía bastante mediocres y debía hacer todo lo posible para no incurrir en sus defectos. Al principio traté de seguir en clase el mismo texto que yo había estudiado pensando que sería el más indicado para empezar mi aventura docente. Pero pronto me percaté de sus defectos pedagógicos y decidí crear yo mis propias lecciones siguiendo otros criterios académicos  y pedagógicos  presuntamente mejores. Primero exigí que los alumnos tomaran notas al dictado y posteriormente decidí ofrecerles yo un texto básico escrito con el fin de evitar que deformaran mi pensamiento.

         La preparación de las clases fue una verdadera escuela de aprendizaje convencido de que sólo después que yo hubiera entendido bien las cuestiones a tratar sería capaz de explicarlas convenientemente a los demás. En el inicio de la singladura docente me parecía que todos los temas eran muy importantes y me faltaba tiempo para explicarlos todos. Luego me fui dando cuenta de que no todos tenían la misma importancia y me limitaba a explicar los temas que consideraba más relevantes. Por último, cuando yo llegué a tener dominio suficiente de la materia, me limité a exponer aquellas cuestiones que yo consideraba más útiles o necesarias para los alumnos. Así ocurrió que, al principio, cuando yo no dominaba la materia, todo me parecía importante y enseñaba más de lo que sabía. Luego, a medida que iba dominando la materia, enseñaba lo que sabía y, finalmente, cuando llegué a un dominio razonable y suficiente de la misma, me sobraba tiempo para enseñar lo que realmente consideraba que era más conveniente para mis alumnos.

 

         6. Doctorado en Roma

        

         Por fin llegué a Roma para culminar mis estudios filosóficos con el Doctorado en Filosofía. Mi residencia fue fijada en la popular y elegante Via Condotti 41 y no en el Angelicum. Al día siguiente de mi llegada lo primero que hice fue darme un paseo por el corazón de la ciudad antigua para conocer el camino que debería recorrer después casi todos los días para asistir a las clases de Doctorado y visitar las bibliotecas de consulta. Era la primera vez que visitaba Roma y me causó una impresión profunda. Me parecía un sueño ver con mis propios ojos aquellas ruinas cargadas de historia y que sólo conocía por los libros. Tenía dos años por delante para reflexionar en profundidad, conocer gentes de todos los continentes y la posibilidad de consultar buenas bibliotecas. Desde el primer momento me pareció que debía aprovechar bien la oportunidad que se me ofrecía de disfrutar y aprender viviendo y estudiando en una ciudad como Roma.

         Llegué al Angelicum entusiasmado y me dirigí al Decano de la Facultad de Filosofía. Me causó muy buena impresión la forma de recibirme y el interés que puso en mi proyecto de Doctorado. Yo llevaba en la chistera tres temas alternativos para realizar mi tesis doctoral. Cuando terminé de exponerle los motivos que me habían impulsado a elegir esos temas me propuso desarrollar uno de ellos en Canadá prometiéndome su apoyo. Yo le agradecí su propuesta exponiéndole mis excusas, que comprendió sin dificultad. Fue entonces cuando me aconsejó que me presentara de su parte al Prof. C. Vansteenkiste para que aceptara la dirección de mi tesis.

         Este hombre era de muy pocas palabras pero simpatizamos muy bien desde el primer momento. Tan pronto le comuniqué que iba de parte del Decano para que le informara sobre mi proyecto de Doctorado, tomamos asiento y me escuchó con sumo interés. Después de exponerle los motivos por los que deseaba hacer una investigación sobre el concepto de sustancia en los escritos de S. Agustín pasé a exponerle los otros dos temas que llevaba previstos como alternativa. Pero me cortó amable y lacónicamente con estas palabras: “No hace falta, este es el tema”. Y no hablamos más. Tomé sus cursos de Doctorado y cuando me veía trabajando en la Biblioteca se acercaba a mí sin decir palabra y me ponía delante alguna obra que consideraba interesante para el desarrollo de mi tesis. Cuando iba a su habitación a informarle del trabajo realizado nuestra conversación era breve y sustanciosa. Nos hacíamos mutuamente algunas preguntas en busca de alguna aclaración y nos entendíamos a las mil maravillas sin necesidad de perder el tiempo. Cuando llegó el momento de defender públicamente la tesis estábamos los dos preparados para responder a cualquier pregunta, sobre todo si era impertinente.

         Mi experiencia con este profesor fue excelente. Era un auténtico maestro enseñando a investigar con rigor y seriedad. Tal vez por esto en sus cursos de Doctorado había siempre pocos matriculados y los que se matriculaban lo hacían porque buscaban, por encima de todo, calidad. Después comprendí por qué el Decano de la Facultad de Filosofía me remitió a este hombre, por lo que le estoy profundamente agradecido.

         Mi experiencia con la tesis doctoral en el Angelicum fue muy positiva. Lo mejor que aprendí fue a tomar gusto por los placeres de la inteligencia en la búsqueda apasionada de la verdad. La prueba doctoral tenía tres momentos: 1) Superar los cursos monográficos de doctorado. 2) Redacción y defensa pública de la tesis y 3) La Lectio coram o exposición oral pública de un tema previamente preparado. Al final de esta tercera etapa un profesor comentó que por mi forma desenfadada y segura de expresarme ante los oyentes yo daba la impresión de que había actuado más como un profesor experto que enseña a sus alumnos que como un examinando que espera un juicio benévolo del tribunal examinador. No en vano yo había enseñado ya durante dos cursos académicos y estaba acostumbrado a preparar y desarrollar los temas con mi propio estilo y la impronta de mi personalidad.

         Los dos cursos académicos que pasé en Roma fueron muy ricos en experiencias personales y académicas. Me sentí feliz en la Ciudad Eterna en un momento apasionante de mi vida. El único inconveniente fue la salud. Cuando llegué a Roma me encontraba con el espíritu en un momento esplendoroso pero con mis fuerzas físicas muy reducidas. Por razones de salud me vi obligado, por ejemplo, a abandonar las clases de alemán que se impartían en la Universidad. La mente me llevaba por las nubes pero el cuerpo me arrastraba por los suelos. Al principio me resultaba muy costoso hasta el placentero paseo que suponía ir caminando desde la Via Condotti a la Universidad sita a la altura del Foro de Trajano. Gracias a la sensación de bienestar en casa y la buena alimentación fui remontando y cobrando fuerzas para llegar a un final feliz. Durante estos dos años me resultó también muy interesante el conocimiento cercano del Vaticano. Lo visitaba con frecuencia como lugar de encuentro de toda la humanidad y símbolo de la realidad de la Iglesia con sus luces y sombras históricas. 

        

         7. Profesor en el Seminario Conciliar de Madrid

        

         De vuelta en Madrid para reanudar la docencia de la filosofía en los Institutos Pontificios bajo la responsabilidad de la Orden de Predicadores, el ambiente había cambiado mucho en la onda del Concilio Vaticano II. Los Institutos se encontraban en todo su esplendor pero no faltaron tensiones a las que había que añadir los cambios constantes en la convivencia interna y la competencia externa. A pesar de todo, la docencia durante estos años fue una oportunidad de oro para consolidar mi vocación intelectual a pesar de los achaques de salud que iban en aumento. La extensión e intensidad de mi vida intelectual por esta época queda suficientemente reflejada en el currículo académico tal como aparece en el apéndice. Pero me parece oportuno resaltar también la docencia en el Seminario Conciliar de Madrid y la obtención del Doctorado en Filosofía por la Universidad Complutense. Y todo ello sin dispensarme lo más mínimo de las obligaciones académicas contraídas en los Institutos de Filosofía y Teología.

         Sobre la docencia en el Seminario Conciliar madrileño las cosas sucedieron así. Durante el verano de 1970 falleció en París el P. Guillermo Fraile, O.P, ilustre historiador de la Filosofía y catedrático de esa disciplina en la Universidad Pontificia de Salamanca. Urgía reparar académicamente su inesperada muerte y, según pude saber, se barajaron para ello mi nombre y otro. Por otra parte, el Arzobispo de Madrid tuvo que proveer también de profesor de Historia de la Filosofía en el Seminario Conciliar a raíz de un incidente interno de carácter académico, y pidieron también un profesor a nuestros Institutos para subsanar el problema. El resultado final de aquellas deliberaciones fue que yo asumiera la responsabilidad de impartir las clases en  el Seminario Conciliar en Madrid. Fueron tres cursos académicos muy enriquecedores para mí y una oportunidad estupenda para conocer de cerca el mundo del clero secular, su psicología y sus ambiciones. Nos encontrábamos en plena euforia pos-conciliar experimentándolo todo de forma apasionante y precipitada. En el Seminario Conciliar, como en todas las instituciones de la Iglesia, había proyectos nobles, tensiones internas y decepciones imprevistas.

         Durante el primer curso académico estuvo al frente de la Archidiócesis de Madrid el Arzobispo D. Casimiro Morcillo al que sucedió el cardenal de Toledo D. Vicente Enrique y Tarancón. Ambos fueron hombres brillantes y dignos de todo respeto. La historia inmediata a primado el protagonismo de la personalidad del cardenal Tarancón. Sin embargo, a mí personalmente me gustó más el talante sereno, competente, objetivo y desapasionado del Arzobispo Morcillo que la indiscutible brillantez del cardenal Tarancón.  Ambos, insisto, fueron personalidades de primera talla pero nunca tuve la oportunidad de hablar personalmente con ellos. Mi cercanía no fue mayor que la que había en el comedor o salón académico donde ambos se encontraban con relativa frecuencia para tratar asuntos importantes con el profesorado. De aquellos tres años me parece oportuno recordar algunas anécdotas significativas.

         Una de las veces en que, después de la reunión académica con el Arzobispo, cuando ya estábamos todos sentados a la mesa para tomar el almuerzo, el Decano de Filosofía comentó con el que tenía a su lado que yo, siendo el catedrático de Historia de la Filosofía, me había sentado al final de la mesa junto al profesor de gimnasia. Este comentario reflejaba una mentalidad según la cual los profesores debían sentarse más o menos cerca del Arzobispo de acuerdo con el rango de la asignatura que impartían. Según esta mentalidad, era comprensible que el profesor de gimnasia, que además era un laico, se colocara en el último puesto, pero no que el catedrático de Historia de la Filosofía se sentara en el penúltimo junto al profesor de gimnasia. Entonces salí de mi ingenuidad y comprendí que a la llegada del Arzobispo todos trataran de que su cercanía física a la autoridad estuviera garantizada. Yo estaba acostumbrado a respetar el orden jerárquico pero sin degenerar en clasismo institucional por encima de cualquiera otra consideración relacionada con la fraternidad, la amistad  o la caridad.

         Por aquellos años inmediatos al Concilio Vaticano II había mucha excitación. En ese contexto se celebró la famosa Asamblea Conjunta de Madrid y el Arzobispo Morcillo nos pidió a los profesores del Seminario que nos empleáramos a fondo a fin de que el polémico evento resultara lo más provechoso posible. En una de las reuniones de estudio durante la fase de preparación, un sacerdote secular, experto en sociología, presentó un borrador de trabajo que llamó particularmente mi atención por lo siguiente. Leyendo aquel documento alguien podía sacar fácilmente la conclusión de que la estructura de la Iglesia estaba constituida por el clero secular, quedando al margen el clero procedente de las Órdenes Religiosas. O dicho para que se entienda mejor, que la Iglesia son los curas y los obispos sin contar para nada con los frailes y los laicos. Inmediatamente pedí la palabra para expresar mi sorpresa y la respuesta no fue menos sorprendente. Con un gesto de admiración también por su parte, el ponente me dio a entender que las cosas eran así y que no encontraba nada que rectificar en su borrador de trabajo. Esta forma elitista y clasista de pensar no era algo propio de algunas personas incompetentes o carentes de sentido común. Por otra parte los estudiantes que hacían sus estudios en el Seminario Conciliar, procedentes de algunas Órdenes Religiosas, me hablaban del trato discriminatorio que recibían por parte de algunos profesores, los cuales los trataban en clase como estudiantes de segunda categoría.

         Entre los seminaristas había también clasismo. Estaba el grupo de los estudiosos o intelectuales y el de los pastoralistas. Los primeros miraban al futuro tratando de promocionarse pastoralmente sobre todo en función de la competencia intelectual. Otros, en cambio, miraban más a las funciones administrativas y de gobierno. Lo admirable y chocante no es que existieran estas tendencias sino la forma en que los pastoralistas desdeñaban a los intelectuales. Entre estos últimos los había que acudían a mí solicitando ayuda y consejo para realizar los trabajos académicos que les eran solicitados por otros profesores. Lo hacían confidencialmente y con toda discreción para que sus consultas conmigo pasaran desapercibidas a los demás. Con el tiempo supe que aquellos contactos furtivos con los estudiantes del sector “intelectual” habían dado buenos resultados.

         Como dije antes, yo llegué al Seminario Conciliar para suplir la ausencia de un profesor que abandonó la docencia provisionalmente a raíz de una discusión interna en la que se enfrentaron puntos de vista diferentes. Pero había una cláusula estatutaria según la cual, si al cabo de tres cursos académicos consecutivos de ausencia, un profesor no retomaba la disciplina en cuestión, el profesor que le había sustituido durante esos tres años se convertía automáticamente en el profesor titular de esa asignatura. Como era de esperar, finalizado el tercer año el profesor al que yo había sustituido pidió volver para no perder definitivamente sus derechos.

         Yo recibí una notificación muy respetuosa del hecho con la posibilidad de hacer las reclamaciones que considerara oportunas. Cuando comuniqué a los estudiantes que mi misión con ellos había terminado no disimularon su sorpresa y alguno sugirió la conveniencia de que entraran ellos en escena para que, a pesar de todo, yo continuara como profesor en el Seminario. Les agradecí su simpatía pero los aconsejé que dejaran que las cosas siguieran su curso sin crear problemas innecesarios. Lo que más les convenció para no pasar a la acción en mi favor fue cuando les dije que si yo continuaba entre ellos por coacción moral y no por la aplicación de las normas administrativas establecidas, no me sentiría a gusto y nuestras relaciones no podrían ser como lo habían sido en el pasado. No se habló más de este asunto y creo que fue un acierto.

         De entre aquellos jóvenes algunos fueron después consagrados obispos y quedaron recuerdos muy gratos para todos. Con el paso de los años el profesor, que en un momento de excitación decidió abandonar el Seminario pero después volvió para recuperar sus derechos académicos cuando estaban a punto de revertir definitivamente en mi favor, se convirtió en una autoridad universalmente reconocida en el campo de la teología. Nos encontramos en repetidas ocasiones después en actos culturales compartidos y otras circunstancias pero nunca le recordé aquel incidente ni siquiera en clave de humor.

        

        

 

         8. Doctor por la Universidad Complutense de Madrid. Psicología       médica y ginecología

 

         Mi proyecto de obtener una titulación académica civil complementaria a la canónica ya conseguida se debió a dos motivos. El primero para hacer frente a la nueva mentalidad creada que había convertido los títulos superiores civiles en requisitos casi indispensables para poder competir en la vida pública. El segundo, para demostrar que mi deseo de tenerlos obedecía exclusivamente a motivos de capacitación intelectual personal permaneciendo siempre fiel a mis compromisos ya adquiridos con la Orden de Predicadores. Por aquellas calendas, en efecto, se pudo observar que bastantes eclesiásticos ambicionaban los títulos civiles para promocionarse en la sociedad abandonando el estado sacerdotal. Esa mentalidad penetró entre mis compañeros y las autoridades, sin dejar de reconocer la conveniencia de esos títulos civiles, empezaron a recelar de quienes los buscaban con pasión y empezaron a poner dificultades para obtenerlos. Así las cosas yo pensaba que había que buscar alguna fórmula para superar esas dificultades tomando las cautelas necesarias para regenerar la confianza de los superiores sin caer en el error de convertir los títulos en una excusa para la irresponsabilidad. Por lo que a mí personalmente se refiere yo veía además el paso por la Universidad del Estado como una oportunidad de oro para completar mi experiencia intelectual y de conocer un mundo, que cada vez resultaba más difícil de penetrar.

         Para empezar realicé todos los trámites burocráticos para que mi título de Licenciatura en Filosofía, otorgado por la Universidad de Santo Tomás de Manila en Madrid, fuera convalidado por el Estado español, con lo cual pude matricularme directamente en los cursos de doctorado programados en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Estos trámites los llevé yo personalmente adelante de una forma discreta sin hacer publicidad. Para ello tomé los cursos de primera hora de la mañana en la Universidad de suerte que aquel horario resultara compatible con mis obligaciones académicas contraídas en los Institutos de Filosofía y Teología. De esta forma mis actividades como alumno en la Universidad del Estado pasaban prácticamente desapercibidas.

         Pero había que realizar la tesis doctoral lo cual suponía un trabajo añadido importante. El catedrático Adolfo Muñoz Alonso aceptó sin dificultad ser mi director de tesis tan pronto le hablé de mi tema preferido. En efecto, mi intención era continuar profundizando en el estudio de S. Agustín, en concreto sobre el tema candente de la pena de muerte. Muñoz Alonso, que era un agustinólogo de primera categoría, me animó a llevar a feliz término mi trabajo. Tuve la ocasión de pasar en Roma un par de meses trabajando en la tesis y desde allí le informé por carta de la marcha de mis investigaciones. Recibí unas líneas de ánimo pero en ese mismo verano de 1974 Adolfo Muñoz Alonso falleció de un infarto de corazón mientras participaba en los cursos de verano de Santander. Tuve que buscar nuevo director de tesis y el P. José Todolí, O.P. se prestó con gusto a asumir esa responsabilidad.

         Terminé la tesis sin que el director difunto ni el nuevo influyeran para nada en la redacción de la misma. Cuando estuvo terminada la presenté y dieron el visto bueno para la defensa sin ninguna dificultad. Pero ocurrieron algunas anécdotas dignas de recordar. Tras la muerte de Adolfo Muñoz Alonso me apresuré a tramitar el cambio de director de la tesis en la Secretaría de la Facultad de Filosofía. La sorpresa fue ésta. Informé sobre la muerte del director de mi tesis y comuniqué el nombre del nuevo director. Pero cuando me presentaron la rectificación observé con estupefacción que me habían asignado como nuevo director al difunto Muñoz Alonso.

         Otra anécdota fue la siguiente. Cuando ya había yo depositando en Secretaria los ejemplares reglamentarios de la tesis y volví para realizar los trámites previos para la defensa de la misma, la secretaria de turno no encontraba mi documentación y trató de despedirme como si allí no hubiera nada relacionado conmigo. La respondí conteniendo la ira y pidiéndola, por favor, que pusiera más atención en lo que hacía. Como su reacción no fue agradable la recordé que durante dos años hasta pocos días antes mi documentación estaba allí a no ser que alguien se la hubiera comido. Luego la indiqué el cajón de donde tantas veces durante dos años había visto yo sacarla y guardarla. Como no podía ser de otra manera, allí estaba mi documentación.

         Por fin llegó el día de la defensa de la tesis. El P. José Todolí, O.P., en calidad de director de la misma, formó el tribunal, presidido por el entonces Rector Magnífico de la Complutense, Ángel González Álvarez, de acuerdo con la disciplina vigente y me dio algunos consejos prácticos para que todo transcurriera de forma normal y exitosa. En primer lugar, me dijo, una vez que los miembros del tribunal habían aceptado participar en el acto académico, cabía suponer que en principio estaban de acuerdo con la tesis. O sea que la tesis había sido ya aprobada a menos que durante el acto académico no hubiera sorpresas imprevistas que aconsejaran lo contrario. Por consiguiente, de lo que se trataba ahora era de que durante la celebración del acto académico todo transcurriera con normalidad para consiguir la mayor calificación posible de la tesis. Ahora bien, para ello era indispensable que ante las preguntas u observaciones de los miembros del tribunal yo no perdiera nunca la calma y evitara responder de forma que mis interlocutores quedaran mal ante el público.

         Todolí sabía que yo había defendido ya en Roma una tesis doctoral y que tenía experiencia como profesor. Sabía también que en las Universidades de la Iglesia la tesis doctoral no estaba nunca aprobada de antemano sino que el candidato tenía que defenderla satisfactoriamente ante el tribunal. También conocía mi carácter y temía que alguno de los miembros del tribual me hiciera alguna pregunta u observación inoportuna o de poca monta y que yo le contestara dejándole mal ante el público presente. 

         Por fin llegó el momento de la prueba y no sin sorpresa. Uno de los miembros del tribunal me llamó a su casa pocas horas antes de la celebración del acto académico. ¿Para qué? Nunca lo supe. Después de una breve conversación nos despedimos para reencontrarnos en la Sala de Grados. Mi sorpresa fue que este profesor fue el que desempeñó el papel de “malo” de la película. Al escuchar sus observaciones el P. Todolí me miró invitándome a la calma. Yo me encontraba entre la espada y la pared. Por una parte me hacía preguntas y observaciones que yo podía poner fuera de combate con suma facilidad quedando bien ante el público. Por otra, corría el riesgo de quedar mal ante un miembro del tribunal perdiendo el favor de su voto. Todo terminó felizmente pero no quiero poner fin a este capítulo apasionante de mis años sin recordar otra anécdota.

         De acuerdo con el reglamento, el candidato al título de doctor debía entregar nueve ejemplares de la tesis en la Secretaría de la Facultad. Cuando llegaba yo con los pesados ejemplares para entregarlos un grupo de estudiantes curiosos se acercó a mí y una joven me preguntó por el contenido de aquellos libros mecanografiados. La contesté que eran los ejemplares de la tesis doctoral, que dentro de poco tiempo iba a ser sometida a debate público para su aprobación. La encantadora joven me preguntó cariñosa que cómo me sentía después de haber llegado a ese momento culminante de mi carrera. Yo la respondí espontáneamente: “Que soy más viejo que antes”. Ella quedó desilusionada pero yo traté con humor de restaurar su ilusión. 

         El proyecto de Doctor en Filosofía por la Universidad Complutense había terminado pero mis inquietudes intelectuales crecían al ritmo marcado por unos tiempos nuevos que no permitían el descanso. Por esta razón busqué tiempo para matricularme en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense con el fin de seguir las clases de Historia de la Medicina de Pedro Laín Entralgo, que era un referente cualificado de la medicina humanista. Pero quedé defraudado cuando constaté que sus clases eran impartidas por una profesora sustituta.

         Comenté mi decepción con uno de los compañeros de clase el cual me informó sobre unos cursos que se impartían en el Gran Hospital de Madrid y que, a su juicio, eran más afines a mis intereses. Tomé nota de su consejo y no dudé en abandonar la Facultad de Medicina para matricularme en aquellos cursos entre los cuales me llamó particularmente la atención el programa de psicología médica. Fue una experiencia interesante no tanto por lo que aprendí en esta disciplina sino por el ambiente que reinaba allí. La psicología era la asignatura estrella en todas partes y gran parte de los que por aquellas calendas optaban por esos estudios lo hacían fascinados por la posibilidad de encontrar solución a sus traumas y problemas personales. En nuestros Institutos, sin ir más lejos, yo mismo pude constatar que los libros relacionados con la psicología y la psiquiatría eran los preferidos por aquellos estudiantes psicológicamente menos equilibrados o que pasaban por alguna etapa difícil de su vida.

         Lo más inefable durante la asistencia a estas clases tuvo lugar con uno de los profesores que era el Director de un centro psiquiátrico bien conocido en Madrid. Durante las discusiones en clase se producían momentos de verdadera violencia moral. En una ocasión tuve que intervenir yo personalmente por temor a que la discusión de los alumnos con el profesor degenerara en violencia física. Mi impresión fue que el profesor estaba tan loco o más que los internados en el Centro del que era Director. Mi interés por la psicología me llevó a conocer un mundo traumatizado al que había que tratar con mucho tacto.

         Pronto entendí que los conocimientos de la psicología debía utilizarlos para conocerme mejor a mí mismo y no para hacer juicios irrespetuosos o temerarios sobre las personas más débiles tratándolas como meros objetos de investigación o explotando en provecho propio la intimidad de los pacientes. En cualquier caso yo me encontraba en edad de búsqueda apasionada de verdad sobre la naturaleza humana y los valores superiores heredados del pasado. Necesitaba conocer por mí mismo la realidad de las cosas poniendo a prueba todo aquello que oía decir a los demás. No podía resignarme a que otros pensaran y tomaran decisiones por mí. La búsqueda de la verdad es un deber del que nadie se puede dispensar alegremente. Por eso mi interés por conocer más a fondo la naturaleza humana me llevó a completar estos estudios complementarios de psicología médica con la ginecología. Deseaba conocer en directo cómo emerge la vida humana, el trato que merece y el que de hecho recibe.

         Por aquella época empezó a estar de moda una mentalidad hostil a la vida humana inocente mediante las prácticas abortivas y otras formas de agredir la vida. Para estar en la onda de las discusiones del momento sobre estas cuestiones me pareció conveniente conocer sobre el terreno por mí mismo todas las cuestiones que pueden plantearse sobre las diversas formas de hacer vida humana o destruirla. Pronto encontré un ginecólogo, Director de una Clínica de ginecología, que puso a mi disposición todas las facilidades a su alcance para que yo visitara el Centro y realizara mis estudios personales dentro del marco de la ley.

         Fue una experiencia por doble partida. Como experto en psicología médica me encargaron de preparar a las señoras que iban a dar a luz mal dispuestas. Por ejemplo, para ayudarlas a aceptar al hijo naciente antes del parto o después, según los casos. Por otra parte era patente el interés del doctor por ayudar a las madres a llevar a feliz término sus embarazos sin recurrir a la cesárea, cosa que no siempre agradaba al anestesista por la simple razón de que se veía privado de los ingresos económicos correspondientes al prescindir de sus servicios. Con el tiempo constaté que entre el Director y su enfermera se producían tensiones fuertes incluso dentro del quirófano. No es que allí se hiciera nada incorrecto sino todo lo contrario. Allí ayudaban a parir felizmente y con todas las garantías a las mujeres que llegaban. Por otra parte, cuando había que realizar alguna intervención quirúrgica se llevaba a cabo con competencia y corrección profesional. No obstante yo presentía que algo anómalo estaba ocurriendo en la clínica.

         Un día el doctor me pidió que le acompañara en la visita a las nuevas madres en sus respectivas habitaciones y me hizo una confidencia. La señora que nos miraba radiante con su bebé al lado no era su verdadera madre. Me confesó en voz baja que se había fingido un embarazo y se había hecho un trueque de madre. Yo entendí que la señora que tenía delante había salido del quirófano o de otro lugar de la clínica con el bebé como si fuera suyo pero que la verdadera madre que lo había dado a luz era otra. Tomé nota de la información y me abstuve de hacer ningún comentario ni hacer preguntas aclaratorias. Salimos de aquella habitación para proseguir la visita rutinaria al resto de las pacientes y no se habló más del tema. Terminadas las visitas a las pacientes abandoné la clínica dispuesto a no aparecer más por ella. Pero todavía tuve que volver en una ocasión para pedir un favor. Se trataba de una joven pareja que después de varios años casados no conseguían tener hijos a pesar de los esfuerzos que habían hecho por conseguirlo. Una vez informado de su problema y obligado moralmente a hacer algo por ayudarlos, los remití al Director de la clínica, el cual se comprometió a recibir a la pareja y a poner a su disposición toda la ayuda que estuviera a su alcance. El favor se lo había pedido yo confiado en que no me defraudaría.

         Les dio cita y tan pronto volvieron a casa me llamaron por teléfono. ¿Ese es el amigo al que nos recomendaste? ¿Qué os ha dicho?, repliqué. Nos ha dicho que tengo vaginismo infantil y que lo mejor que podemos hacer es adoptar un niño para lo cual él puede ayudarnos. La joven señora sabía que sus órganos reproductivos se encontraban en perfecto estado y que su vagina, aunque no fuera de oro, con toda seguridad era de plata. No se habló más del caso y yo decidí de una vez por todas no volver a aparecer por aquella clínica ni mantener comunicación con nadie que trabajara en ella.

         A los pocos meses una revista sensacionalista de la época descubrió el escándalo que yo intuía. El Dr. en cuestión ayudaba en la clínica a prostitutas para que dieran a luz allí pero al precio de ceder el bebé a señoras dispuestas a llevárselo a casa como si fuera suyo. En el caso concreto del que termino de hablar, la señora había fingido un embarazo con gran habilidad ante la familia de forma que el traspaso del bebé de la madre verdadera a la madre falsa se realizara con éxito sin la menor sospecha. De hecho, la joven que acompañaba en la habitación a la falsa madre era su propia hermana, convencida de que, por fin, su hermana mayor había dado a luz un hijo. La prensa desveló después otras cosas más graves que no habían pasado siquiera por mi imaginación, y, como consecuencia de lo cual, el médico fue expulsado de la profesión y la autoridad competente decretó el cierre de la clínica.

         El dieciocho de julio de 2010, el Dr. Luis Vela Vela, fue noticia de nuevo. Se le acusó en la prensa de propiciar el tráfico de niños para su adopción, de mantener cuerpos de niños congelados en un frigorífico y de decir en ocasiones que el bebé nacido había muerto presentando un certificado falso de defunción sin posibilidad de verificar su muerte. Una madre, convencida de que su hijo no había muerto, como la habían dicho en la clínica, sino que había sido dado en adopción, consiguió encontrar a su hijo, el cual era consciente también de que había sido dado en adopción. El Dr. Vela Vela confesó que había colaborado en este tráfico de bebés pero insistiendo en que sólo trató de ayudar a mujeres en dificultad y nunca por dinero.

         Según los expertos en sociología este tráfico de bebés tuvo lugar también en Barcelona, Valencia y Bilbao. En el año 2010 tengo la impresión de que el tráfico de niños es una actividad más extendida de lo que cabría imaginar. Más aún, las mujeres embarazadas que no quieren a sus hijos, van a los “mataderos” o clínicas abortistas donde son sacrificados y mandados a los contenedores como “restos de quirófano”. Y todo ello realizado legalmente y pagado como servicios prestados por profesionales de la salud.

         Después hice prácticas también en la madrileña clínica de O´Donnell. Lo que más me impresionó fue la brutalidad de algunas enfermeras y comadronas que trataban a las pacientes como ovejas. A la tortura psicológica de los comentarios groseros durante el parto se añadía la sensación de inseguridad de la paciente cuando en ocasiones oía que el instrumental específico no estaba debidamente preparado. En una ocasión durante el descanso yo permanecía mudo sin decir palabra. Una enfermera se puso nerviosa y me preguntó por qué yo no hablaba. La respondí que puesto a hablar tendría que decir cosas desfavorables para ellas y alguien replicó con el siguiente comentario: sí, realmente a veces perdemos la cabeza durante los partos y decimos cosas que deberíamos callar.

        

         9. Balance conclusivo

        

         Durante este período de mi vida se produjo un desafío singular entre las limitaciones que me imponía el estado precario de salud a causa de una severa cardiopatía y la luz que entraba por la inteligencia. Fue una experiencia singular con final feliz. No porque la cardiopatía encontrara solución inmediata satisfactoria sino porque comprendí que había que coordinar los impulsos del corazón y los deseos de la voluntad mediante el uso de la razón. La aplicación de este criterio me ayudó a ser realista siguiendo la senda de la realidad y no la de los sentimientos sin pasar por el filtro de la razón. Desde el momento en que gusté los placeres de la inteligencia todos los demás empezaron a saberme a poco. Había que conocer los misterios de la vida sin perder ninguna oportunidad pero desde la vida misma tal como ella es y no como a nosotros nos gustaría que fuera.

         La vida es dura pero bella, breve pero valiosa. Hay que amarla y respetarla por encima de todas las cosas de este mundo, pero esto sólo es posible desde la verdad que alimenta a la inteligencia y a la que se tiene acceso mediante el uso correcto de la razón. Sin uso de la razón la vida no puede realizarse plenamente como humana. Mi estado de salud precario, insisto, me ayudó a optar por los valores más nobles superando las dificultades que asaltan a todos los seres humanos con relativa facilidad.

         Por una parte comprendí que la vida humana no tiene sentido ni es fuente de verdadera felicidad sin referencia a la trascendencia. Por otra, descubrí que el verdadero amor humano, del que hablaba y el que practicaba Cristo, se encuentra más allá de la sexualidad y del enamoramiento como encuentro feliz entre personas. Estas convicciones fueron una guía segura para afrontar sin miedo el reto de la vida en profundidad, incluso hasta el extremo de convertir los errores y las equivocaciones en fuente inagotable de experiencia y sabiduría.

         Otra experiencia importante fue que un mínimo de buena salud física es indispensable para poder llevar una vida intelectual sana y exitosa. La unidad sustancial del ser humano es tal que cualquier desequilibrio corporal o psíquico afecta negativamente al desarrollo armonioso de la personalidad. En mi caso la debilidad física limitó mucho mis potencialidades intelectuales por más que el resultado final global haya sido razonablemente satisfactorio. El viejo aforismo de “mente sana en cuerpo sano” revela una experiencia profunda forjada en la realidad de la vida.